miércoles, 26 de julio de 2017

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Jesucristo en el centro de la educación de la fe

B. E. Murillo, La resurrección del Señor (1650-1660)

En un mensaje al Simposio internacional de catequética, celebrado en Buenos Aires del 11 al 14 de julio, el Papa Francisco ha señalado exactamente el centro de la educación de la fe: “Cuanto más toma Jesús el centro de nuestra vida, tanto más nos hace salir de nosotros mismos, nos descentra y nos hace ser próximos a los otros”.

En el citado Simposio ha intervenido Monseñor Luis Ladaria, actual prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. En su exposición ha subrayado que Cristo es el centro de la fe porque es el único y definitivo mediador de la salvación, al ser “testigo fiel” (Ap. 1, 5) del amor de Dios Padre. La fe cristiana es fe en ese amor, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo y dominar el tiempo. El amor concreto de Dios Padre que se deja ver y tocar en la pasión, muerte y resurrección de Cristo, Dios y Hombre verdadero. Ese amor del Padre manifestado en Cristo nos llega a nosotros gracias a que estamos ungidos por el Espíritu Santo desde nuestro bautismo.

En este proceso la resurrección de Cristo ocupa a su vez un lugar central ¿Qué consecuencias “prácticas” tiene esto y cómo nos afecta? ¿Cómo debe comprenderse y vivirse la centralidad de Cristo en la educación de la fe?

Podemos señalar tres aspectos de una misma realidad.


Centralidad de Cristo en la vida cristiana

En primer lugar, la Resurrección confirma la centralidad de Cristo en la vida de los cristianos. Dice el Concilio Vaticano II que Cristo revela al hombre lo que es el hombre (GS 22). Es decir, que solo conociendo y uniéndonos a Cristo en su misterio completo (en todos sus aspectos y etapas) podemos conocer al hombre en general y nos podemos conocer a nosotros mismos.

La resurrección de Cristo con el Espíritu Santo que a partir de ella se nos entrega, nos introducen en la vida divina. No solo nos manifiestan la bondad de una persona que muere por nosotros. Nos sanan, renuevan e iluminan. La belleza, el bien y la verdad, propios de Dios mismo, uno y trino y que resplandecen en sus obras, se nos dan ahora a participar. Y esto es posible en esta vida de modo incoado. Después de la resurrección de los muertos se nos dará de una manera definitiva esta Vida con toda su dinámica y colorido, en la que ya no cabrá muerte ni dolor. Esa misma vida crece ya en cada uno y para el bien de todos cada vez que comulgamos con la Eucaristía. 


Cristo, referencia central en la Iglesia y en la evangelización

En segundo lugar, Cristo resucitado es una referencia central para la misión cristiana. Con su resurrección se confirma de modo vivo todo lo que Cristo es, lo que hizo, enseñó y prometió, y lo que nos encargó: dar a conocer hasta el fin de los tiempos al Dios creador, redentor y santificador. El anuncio de la fe está impulsado con la luz y la vida misma de Cristo que vive, y que quiere vivir en los cristianos.

Tercero, la vida de Cristo resucitado es inseparable del misterio de la Iglesia, misterio profundamente trinitario. Esto es así porque la Iglesia no es solo una institución o una sociedad, sino una comunión profunda con Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y entre nosotros, como “extensión viviente” de la vida del Resucitado en los cristianos. Como hemos visto ya, esto es posible no simplemente porque Dios lo ha querido o por un acto de su voluntad, sino porque se nos ha dado el mismo Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, que nos une y vivifica en la Iglesia, familia de Dios. En esto consiste la vocación cristiana, que es llamada a la santidad, y su consecuencia, que es la misión evangelizadora, siempre asociada a la promoción humana. De ahí la atención preferencial a los más frágiles, pobres y necesitados.


Cristo, centro de la educación en la fe

Finalmente, y recogiendo sugerencias de especialistas como Cesare Bissoli, cabe apuntar algunas implicaciones de esta centralidad de Cristo para la educación de la fe, que es una parte importante de la evangelización. Fijémonos primero en las cuestiones de contenido y después en las de método, aunque no son del todo separables.

El cristocentrismo de la fe cristiana es un cristocentrismo trinitario, puesto que Cristo no podría ser el centro sino en el marco de la acción salvadora de Dios uno y trino. Esto ayuda a discernir los valores distintos de las religiones y a dialogar, desde la identidad cristiana, con ellas.

En una época de fragilidad en las formas tradicionales de transmisión de la fe, la atención al misterio total de Cristo y al encuentro personal con Él ayuda también a consolidar los fundamentos de la fe y a reforzar los cimientos de los valores humanos y el sentido de la vida. Lo vienen subrayando los Papas y lo enseña el magisterio de la Iglesia de modo creciente a partir del Concilio Vaticano II.

El misterio de Cristo no sólo es criterio objetivo para la educación de la fe (como centro de los contenidos de la fe), sino también criterio interpretativo (es el centro que ilumina todos los demás misterios, verdades o aspectos de la fe, e incluso es el centro del sentido de la historia y de todos los acontecimientos).

Cristo es también el centro de la espiritualidad y de la formación de los educadores, formadores y catequistas, puesto que solo en la comunión personal con Cristo encuentran su luz y su fuerza: Cristo es el centro de su vida, de su reflexión y de la comunicación de la fe que comienza con el testimonio de su encuentro personal con Cristo.

Como la catequesis tiene no solamente dimensiones teológicas sino también antropológicas y didácticas, los educadores habrán de descubrir la centralidad de Cristo para iluminar aspectos del mensaje cristiano más difíciles de explicar en la actualidad (como algunos referentes a la escatología y a la moral), así como para detectar los destellos de belleza, verdad y bien que emiten los valores humanos nobles.

Desde el punto de vista del método, se ha destacado que el cristocentrismo en la educación de la fe puede tomar dos caminos: un camino ontológico (exponer la fe a la luz de la revelación de Cristo) o un camino fenoménico (exponer la fe a partir de la experiencia de Jesús mismo, y de ahí profundizar en el misterio de Dios y del hombre), este segundo más bíblico. 

Todo ello no se opone, antes bien pide que el misterio de Cristo ilumine las experiencias actuales y cotidianas de los hombres y que estas interpelen nuestra manera de comprender y transmitir el misterio de Cristo.

En su conjunto, una educación cristocéntrica requiere un itinerario pedagógico, lo que implica que sea paulatino. Esto, conviene insistir, comienza por el testimonio que de Cristo ha de dar el educador o catequista, primero con su vida y a la vez con las razones (argumentos) de su esperanza.

El Catecismo de la Iglesia Católica ha subrayado esta centralidad de Cristo: “Leyendo el Catecismo de la Iglesia católica, podemos apreciar la admirable unidad del misterio de Dios y de su voluntad salvífica, así como el puesto central que ocupa Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, enviado por el Padre, hecho hombre en el seno de la bienaventurada Virgen María por obra del Espíritu Santo, para ser nuestro Salvador. Muerto y resucitado, está siempre presente en su Iglesia, de manera especial en los sacramentos. Él es la verdadera fuente de la fe, el modelo del obrar cristiano y el Maestro de nuestra oración” (Const. Ap. Fidei depositum, n. 3).


(publicado en www.religionconfidencial.com, 26-VII-2017)


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