lunes, 26 de agosto de 2013

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La capacidad transformadora de la fe





El último capítulo de la Lumen fidei muestra la capacidad transformadora de la fe. Y lo hace con la imagen de la construcción de una ciudad (cf. Hb 11, 16). “Asimilada y profundizada en la familia –dice la encíclica–, la fe ilumina todas las relaciones sociales” y es también fuerza que conforta en el sufrimiento. Con la fe, podemos hacer realidad el proyecto fascinante de la vida verdadera y grande que anhelamos.


Fe y bien común

      La Sagrada Escritura presenta la historia de la salvación como la peregrinación de un pueblo, Israel, en busca de la tierra prometida y de la ciudad definitiva que tiene por centro al Dios vivo. Y el fundamento de esa ciudad no es otro que Dios mismo, pues apoyarse en él es construir sobre sólidos fundamentos. Más aún, el verdadero arquitecto de la ciudad es Dios, nosotros solo somos colaboradores.

      Es interesante la insistencia de la encíclica, como su “tesis principal”, en que la luz de la fe es la luz que proviene del amor (cf. Ga 5, 6). La luz de la fe no es, por tanto, una luz que reswplandezca desde una teoría intelectual o un conocimiento abstracto; es una luz que surge del encuentro con el amor de Dios, y que crece en la medida en que entra en el dinamismo de ese amor. Y con esa fuerza e impulso del amor, “la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. (…). La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo” (n. 51).

       En esta parte de la encíclica continúa la comparación con lo que sucede en las cosas humanas, con lo que nos dice nuestra experiencia: sin el amor no cabría la unidad, sino que las personas se mueven por mera utilidad, suma de intereses o incluso miedo, pero no por la bondad y la alegría de vivir juntos. Todo cambia cuando aparece la confianza, la fiabilidad del amor.

       Mucho más acontece esto con la fe cristiana: “La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común” (Ibid). La fe permite trabajar por todos buscando la justicia con sabiduría y amor. En suma, “Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios”. Y sin la fe, difícilmente sobrevivirían los modestos logros de una sociedad que se considera a sí misma educada (cf. T. E. Elliot).


Fe, familia, jóvenes

      El primer campo concreto en que esto se manifiesta es en la familia fundada en el matrimonio. Apoyados en la fe, los esposos son capaces de comprometerse en su amor mutuo y en la generación y educación cristiana de los hijos.

     Los jóvenes pueden aprender del testimonio y generosidad de sus padres que “la fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades” (n. 53).



La fe, luz para la vida en sociedad


       “Asimilada y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un camino fraterno” (n. 54). Es decir, lleva a colaborar en la tarea de hacer de la entera humanidad la familia de Dios.

      Para esta tarea no basta –como ha demostrado la historia reciente– la apelación a la igualdad. Se necesita la referencia a un Padre común, como fundamento último de la fraternidad entre las personas. Así gracias a la fe podemos aprender que “cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro de Dios me ilumina a través del rostro del hermano” (Ibid.). Este es también el fundamento de la dignidad unica de cada persona, que la hacen distinta de otros seres como los animales.

      La fe bíblica sitúa a las personas, a cada persona, como objeto del amor divino desde la creación, y en la perspectiva de Jesucristo, es decir, de su encarnación, muerte y resurrección. También la historia de la humanidad, incluyendo tiempos recientes, muestra que sin la fe, o “cuando se oscurece esta realidad, falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre”. Como consecuencia “éste pierde su puesto en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites” (Ibid.).

      La fe cristiana nos lleva a respetar la naturaleza como “libro” que Dios ha escrito para que podamos también descubrirle en ella, y como morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla. La fe apela a nuestra responsabilidad para desarrollar los dones de Dios, también por medio la justicia y el perdón, “que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso” (n. 55), pero que es siempre posible, así como lo es superar los conflictos en el camino hacia la unidad.


La fe conforta en el sufrimiento

     Finalmente la encíclica recoge la experiencia de los cristianos de todos los tiempos, que han comprobado cómo en la hora de la prueba la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la debilidad, se hace manifiesto y palpable el poder de Dios y con ello la credibilidad del anuncio de Jesucristo (cf. n. 56).

      La fe dota de sentido al sufrimiento, porque “puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor”. Incluso, a la luz de la cruz de Cristo (cf. Mc15, 34), la muerte queda iluminada “y puede ser vivida como la última llamada de la fe” (Ibid.), para confiar en las manos de Dios Padre nuestro paso definitivo.

      También el misterio que se esconde en los que sufren, como los enfermos y los pobres, queda iluminado por la fe. Los santos, “acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males” (n. 57). Y es que “la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (Ibid.). Nos da la seguridad de que Dios está presente y actúa para nuestro bien; y, por tanto, que el sufrimiento no encuentra su sentido en sí mismo sino en unión con Cristo, con su obra redentora y su resurrección.

       La fe va de la mano de la esperanza y del amor. El dinamismo de fe, esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia aquella ciudad definitiva cuyo arquitecto y constructor es Dios (cf. Hb 11,10) (cf. Lumen fidei, 57).

      El conjunto de las energías que Cristo comparte con nosotros, la Fe, Esperanza y el Amor, nos proyecta así hacia el futuro que nos espera, a la vez que nos hace vivir y aportar a ese futuro lo mejor que tenemos. Efectivamente, como dice el Papa Francisco, los cristianos no debemos dejarnos “robar la esperanza”, porque con ella caerían sus “hermanas”, la Fe y el Amor. 


La fe hace posible vivir la vida como un proyecto fascinante

       Dicho de otro modo –con este argumento termina la encíclica–, si nos dejáramos llevar por las soluciones inmediatas que propone frecuentemente nuestra cultura de lo efímero (el poder, el dinero, el placer, etc.), nos quedaríamos como anestesiados y fargmentados, sin la unidad de nuestro proyecto.

      Así es. Nos convertiríamos en seres que pretenderían ser solamente temporales (no eternos). Pero la tradición judeo-cristiana nos enseña que el mundo ha salido de las manos de Dios, Señor del tiempo; por tanto, el tiempo entra en el misterio de lo divino. Y, propiamente hablando, nada es solo temporal. No lo son sobre todo los seres que tienen espíritu. El tiempo humano –gracias al Hijo de Dios hecho carne que nos da a compartir “en familia” su vida divina– está en especial conexión con la eternidad. Sin la eternidad el tiempo humano se destruye. En conexión con la eternidad y abriéndonos a ella a través de las energías de la Fe, de la Esperanza y del Amor, las personas podemos hacer realidad el proyecto fascinante de la vida verdadera y grande que anhelamos. A la vez, estamos llamados a transformarnos personalmente y transformar nuestra ciudad temporal, en espera activa de la que Dios nos dará.


(publicado en www.religionconfidencial.com, 26-VIII-2013)

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