lunes, 25 de marzo de 2013

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Dominio de sí mismo



Aunque lo intentemos ocultar para no parecer débiles, hoy se ha hecho más difícil el dominio de uno mismo. Un campo en el cabe destacar, entre otros, estos valores: el respeto y la fidelidad, la paciencia y el ascetismo, el ánimo y la valentía, la concentración y el silencio. De ellos trata Romano Guardini en su obra “Una ética para nuestro tiempo” (Madrid 2007).


Respeto y fidelidad

Dice Guardini que el “respeto” ante lo grande y elevado (la dignidad de la persona, una obra de arte, la belleza del mundo, lo sagrado), va asociado al “cuidado” de lo que es pequeño o débil.

Respetar a las personas es tomarlas en serio, tratarlas sin violencia, astucia ni indiferencia (cosa que puede llevar a romper un matrimonio o una amistad). Hoy falta el respeto a lo personal, y lo invadimos o utilizamos por curiosidad, morbo o dinero. Ante lo grande que percibimos en otro, tendemos a la envidia o al resentimiento. Pero lo que conviene y lo que nos hace sabios, señala Goethe, es el “respeto amoroso”: reconocer eso, querer que sea así.

El respeto es la actitud por excelencia ante lo sagrado, como enseña la Biblia (cf. Ex, 3, 5). El creyente tiene la conciencia viva de que Dios existe y que está presente de modo particular en ciertos tiempos y lugares; y Él es el primero que respeta nuestra libertad porque nos ama.

Tanto la fidelidad como la confianza tienen su raíz en la fe. Hay quienes tienen una disposición natural para mantener los vínculos y las decisiones (y por eso deben luchar para que eso no degenere en rigidez). Pero la mayoría tienen que esforzarse, porque la fidelidad (por ejemplo en el matrimonio o en la amistad) debe pasar por tres pruebas: la prueba de la permanencia en el tiempo; la prueba del crecimiento y la creatividad de la vida; y la de la firmeza que se apoya en la confianza.

Esto es particularmente claro cuando se trata de la fidelidad a Dios por encima de nuestras pocas luces o falta de sentimientos. Dios no ha hecho el mundo para jugar y luego se ha cansado de él (como en el mito indio del dios Shiva), sino que es siempre fiel a su amor hacia el hombre, como lo manifiesta Jesucristo, especialmente cuando va al encuentro de su pasión y muerte.


Paciencia y ascetismo

La paciencia se asocia a la serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar y al compromiso para cambiar lo que se puede, comenzando por uno mismo. Distinguir ambas cosas es ya mucho, y requiere reflexión y examen para reconocer, por ejemplo, que me falta orden o control. Pero mientras no se pase del pensamiento y de la imaginación a la acción, nada se cambia.

Sin el esfuerzo por recomenzar muchas veces (cf. Ps 76, 11), la paciencia es mera pasividad, aburguesamiento, acostumbramiento. Esto se aclara desde la perspectiva creyente, pues el más paciente es Dios que es omnipotente, y a la vez deja madurar el mundo que ama.

El paciente es el que sabe mantenerse en “tensión serena” entre lo que es y aquello a lo que aspira. Si un educador carece de paciencia engendra inseguridad e insinceridad. Todos necesitamos un “tiempo pedagógico” para aprender y enseñar sobre todo las cosas importantes.

Por eso la paciencia debe asociarse al ascetismo, que según Guardini, significa “que el hombre se decida a existir como hombre” (p. 217). Y que para eso sea capaz de ordenar sus tendencias según la jerarquía de valores que hay en la realidad: la salud y el trabajo, la realización personal, el crecimiento espiritual. Esto implica sacrificio, esfuerzo y disciplina, por más que esta última palabra quizá le produjera alergia al profesor Keating, en la película “El Club de los poetas muertos” (P. Weir, 1989).

Hoy muchos no quieren oír hablar de “sacrificios” aunque los hacen con frecuencia (por exigencias del trabajo o de la salud o de la propia imagen). En cambio, quien ha descubierto lo que vale la pena, sabe encontrar ocasiones cada día para fortalecerse en ese ascetismo, sin perder la salud: acostarse en punto, acabar la tarea, aceptar una limitación por un bien mayor, tratar bien a alguien antipático, etc. Tampoco el cristianismo aconseja grandes ayunos y penitencias, solamente lo necesario para acompañar a Jesucristo camino de la Cruz. Y esto para cada uno se compone normalmente de cosas pequeñas cada día, que pueden llevarse por amor.


Ánimo y valentía

También al hablar de ánimo y valentía distingue Guardini entre los que parecen haber nacido ya con esas cualidades (y entonces tendrán que vigilar por no volverse frívolos, brutales o desagradecidos) y la mayor parte de nosotros, que tenemos que esforzarnos por ganar en ellas.

La primera valentía, señala, está en aceptar lo que soy: mi lugar, mi destino, aunque a veces se me presente como un duro deber. Luego, la valentía –que los clásicos denominaban fortaleza– consiste en aguantar ante la batalla de lo que me amenaza: las heridas interiores, el paso del tiempo, el sufrimiento y la muerte. Y hacerlo sin exagerar, sabiendo que todo ello nos puede servir para crecer.

El creyente sabe que las cosas están en las manos de Dios, y por eso nada ha de temer. Más aún, ante las relaciones personales y el trabajo de cada día, sabe que tiene una misión. Y esa misión tiene que ver con la verdad y la honradez, la pureza y la nobleza; y sus contrarios: la mentira y el propio provecho, la suciedad y la bajeza. 


Concentración y silencio

Hoy nos domina lo exterior y nos llega, muchas veces, de modo violento: la tormenta de información y de ruido que nos rodea nos quita el tiempo y la serenidad, para procesar los datos que nos llegan y adquirir nuestras propias opiniones y convicciones.

Pero en realidad nuestra respuesta hacia afuera (en las relaciones con los demás y con el trabajo) depende no poco de la capacidad para concentrarnos. Hay que dedicar a eso algunos tiempos con frecuencia. Solo así lograremos no usar a las personas para nuestros exclusivos intereses, o a las cosas como simples productos de consumo.

Y lo mismo sucede en la relación con Dios. Sin dedicar tiempos concretos a la oración (aunque sea unos pocos minutos cada día), al diálogo confiado de tú a tú con Él, no podemos escucharle, y por tanto captar lo que nos pide. Sin examinar con frecuencia nuestra conducta no es fácil que podamos salir de nosotros mismos hacia los demás.

Esto no es sólo para monjes o ermitaños. Quien se mueve en el fragor de la calle necesita aprender a desconectar, para que no llegue un momento en que estar consigo mismo se le haga difícil o insoportable, sobre todo porque no se acepte con sus propios defectos.

También hay que aprender a callar, no sólo porque se gana mucho no diciendo tonterías, sino para poder reflexionar, conocer de verdad y poder darse, pues sólo se da a sí mismo el que se posee. Si las palabras le permiten a uno intervenir en la historia, el silencio le da la libertad para enriquecerse de otra manera, quizá con la contemplación y el respeto, con la generosidad o la ternura.

Desde luego, y como queda dicho, sin el silencio no cabe la relación de amistad personal con Dios. Y no vale decir que hay personas que lo tienen más fácil porque son más “calladas”, pues el verdadero silencio poco tiene que ver con la introspección o la melancolía.

También Dios –concluye Guardini con referencia a la Biblia– calla muchas veces, o habla simplemente con los acontecimientos o con la suave brisa (cf. 1 Re 19, 11-12). Y en el contexto de ese silencio tiene una Palabra eterna que, según la revelación judeocristiana, se ha manifestado al mundo en Jesús de Nazaret, acompañada por el Espíritu del amor, para decirnos que el dar y recibir lo tenemos como imagen de la vida divina.

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