sábado, 29 de diciembre de 2012

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María: confianza, escucha, servicio

J. C. Antolínez, Anunciación (1665-1675), 
Museo del Hermitage, San Petersburgo

Navegamos en medio de una crisis de confianza. No sólo en la economía, sino ante todo en Dios y en los demás. Quizá pensamos excesivamente en términos de apariencia e influencia, éxito y victoria. La globalización de nuestras comunicaciones debería llevarnos a globalizar la actitud fundamental de María: la confianza.

     "María, icono de la fe obediente". Ese ha sido el tema que Benedicto XVI ha tratado en su audiencia general del 19 de diciembre. El saludo que el ángel dirige a la Virgen, encuentra en ella una actitud de confianza, también para los momentos difíciles; una capacidad de considerar los sucesos a la luz de la fe; una humildad que sabe escuchar y responder a Dios con entrega.


Confianza en los planes de Dios

1. El ángel le saluda: “Alégrate, llena de gracia: el Señor es contigo” (Lc 1, 28). Tanto el término “alégrate” como el de “gracia” tienen en griego la misma raíz griega (chaîre, charis).

     Con ello, señala el Papa, se reafirma el motivo del alegrarse de María: “La alegría proviene de la gracia, es decir de la comunión con Dios, de tener una conexión tan vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo, totalmente plasmada por la acción de Dios”. Pues, sigue diciendo, “María es la criatura que de modo único ha abierto las puertas a su Creador, se ha puesto en sus manos, sin límites. Ella vive enteramente de y en relación con el Señor; está en actitud de escucha, atenta a percibir los signos de Dios en el camino de su pueblo: está insertada en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se somete libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia de la fe” (en efecto, obediencia viene de ob-audire: escuchar).

    2. La fe de María, señala Benedicto XVI, es presentada por el evangelista san Lucas en fino paralelismo con la de Abraham. “Como el gran patriarca es el padre de los creyentes, que respondió a la llamada de Dios para que saliera de la tierra en que vivía, de sus seguridades, para emprender el camino hacia una tierra desconocida y poseída solo en la promesa divina, así María se entrega con plena confianza a la palabra que le anuncia el mensajero de Dios y se convierte en modelo y madre de todos los creyentes”.


Escucha, también en la oscuridad

    La fe es, pues, confianza, pero también implica cierto grado de oscuridad; pues la relación entre Dios y la criatura no aminora la enorme profundidad de la sabiduría, de la justicia y de los caminos divinos (cf. Rm 11, 33). Pero, observa el Papa, “precisamente el que –como María– se abre totalmente a Dios, logra aceptar el querer divino, aunque sea misterioso, aunque con frecuencia no corresponda al propio querer y sea una espada que atraviesa el alma” (cf. Lc 2, 35) o parezca contradecir las promesas de Dios (como le sucedió a Abraham respecto a Isaac (cf. Gn 22).

    La fe de María, señala Benedicto XVI, vive de la alegría de la anunciación, pero pasa a través de la niebla de la crucifixión de su Hijo, para poder llegar hasta la luz de la resurrección.

    3. Pues bien, el camino de nuestra fe, no es sustancialmente diverso al de María: “Encontramos momentos de luz, pero encontramos también pasajes en los que Dios parece ausente, su silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad no corresponde a la nuestra, a lo que queremos”. La solución es clara: “Pero cuanto más nos abrimos a Dios, acogemos el don de la fe, ponemos totalmente en Él nuestra confianza –como Abraham y como María– tanto más Él nos hace capaces, con su presencia, de vivir todas las situaciones de la vida en la paz y en la certeza de su fidelidad y de su amor”. Ciertamente, “sin embargo, esto significa salir de sí mismos y de los propios proyectos, para que la Palabra de Dios sea la lámpara que guía nuestros pensamientos y nuestras acciones”.

     Cuando encuentran al Niño en el templo, después de tres días de búsqueda, él les responde misteriosamente: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2, 48-49). Entonces, observa el Papa, “María debe renovar la fe profunda con la que dicho ‘sí’ en la anunciación; debe aceptar que la precedencia le corresponde al verdadero y propio Padre; debe saber dejar libre a aquél Hijo que ha engendrado para que siga su misión”. Y no solo en ese momento: “El ‘sí‘ de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más difícil, el de la cruz”.

     Y es posible esta continuidad porque en María permanece la actitud que se puso de manifiesto ya en la Anunciación: reflexiona, se interroga sobre el significado del saludo del ángel (cf. Lc 1, 29). El término griego es “dielogizeto” (reflexionar), que tiene la misma raíz que “diálogo”. “Esto significa –señala Benedicto XVI– que María entra en un íntimo diálogo con la Palabra de Dios que le ha sido anunciada; no la considera superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio”. 


Al servicio de los demás

    La misma actitud se ve en María tras la adoración de los pastores: “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19). Aquí la palabra griega es “symballon”, poner juntamente en su corazón las cosas que le acontecían: “colocaba cada elemento, cada palabra, cada hecho en el interior del todo, y lo confrontaba, lo conservaba, reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios”. Aún precisa más el Papa: “María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que pasa en su vida, sino que sabe mirar en profundidad, se deja interpelar por los acontecimientos, los elabora, los discierne, y adquiere aquella comprensión que solo la fe puede garantizar”. Y concluye: “Es la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge en sí incluso lo que no comprende del obrar de Dios, dejando que sea Dios quien le abre la mente y el corazón”. De ahí que Isabel pueda decir: “Bienaventurada la que ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor” (Lc 1, 45), y por eso la llamarán así todas las generaciones.

     Por todo ello, y en definitiva, la Navidad nos invita, propone Benedicto XVI, a esta humildad y obediencia de la fe: “La gloria de Dios no se manifiesta en el triunfo y en el poder de un rey, no resplandece en una ciudad famosa, en un palacio suntuoso, sino que toma morada en el seno de una virgen, se revela en la pobreza de un niño. La omnipotencia de Dios, también en nuestra vida, actúa con la fuerza, a menudo silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, entonces, que el poder indefenso de aquel Niño al final vence el rumor de los poderes del mundo”.

     Nuestro poder, nuestra influencia, nuestra victoria como cristianos no es otra que la de la fe que vive por el amor. Y esa fe se alimenta en la meditación y en la oración, que nos saca de nosotros mismos para secundar lo que Dios quiere de nuestra vida y ponernos así al servicio de los demás.
(publicado en www.religionconfidencial.com, 28-XII-12).

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