lunes, 30 de enero de 2012

La Iglesia nace de la oración de Jesús

El Greco, Cristo llevando la Cruz (1580).
Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

En 1902 Alfred Loisy escribió, no sin cierta ironía, que “Jesús anunciaba el Reino y es la Iglesia la que ha venido”, frase que se ha utilizado durante el siglo XX para establecer una oposición entre Jesús y la Iglesia. El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia es germen e instrumento al servicio del Reino de Dios (cf. LG 5).


La oración sacerdotal de Jesús

     Para comprender la relación entre Jesús y la Iglesia, y cómo Jesús la fundó, conviene “penetrar” en la oración de Jesús. Así lo ha mostrado Benedicto XVI en su audiencia general del 25 de enero. Se ha centrado en la oración que Jesús dirige al Padre en la “hora”, que corresponde a su pasión y muerte, de su elevación y glorificación. Es la llamada “oración sacerdotal” (cf. Jn 17, 1-26), porque es la oración del Supremo sacerdote, inseparable de su sacrificio por la salvación de todas las personas de todos los tiempos.

      Como hace en su libro “Jesús de Nazaret” (volumen II), el Papa sitúa esta oración en la perspectiva de la fiesta judía del Yom Kippur, en la que el sacerdote pide por sí mismo, por la clase sacerdotal y por todo el pueblo.


Jesús rezó por sí mismo y por sus discípulos

      Jesús rezó en primer lugar por sí mismo, pidiendo “la entrada en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lleva a la más plena condición filial” (cf. Jn 17, 1). Es el primer acto de su nuevo sacerdocio: “un donarse por completo en la cruz, y justamente sobre la cruz –el supremo acto de amor–, Él es glorificado, porque el amor es la verdadera gloria, la gloria divina”. También cada uno de nosotros, cabe deducir, debemos pedir la gracia y la fuerza divina para nosotros mismos, para cumplir la voluntad de Dios, para ser plenamente hijos de nuestro Padre Dios y entregarnos a su proyecto.

      En segundo lugar, Jesús intercede por sus discípulos (cf. Jn 17, 6) para que el Padre les santifique en la verdad. Es decir, para “continuar la misión de Jesús, ser entregado a Dios para estar así en misión para todos” (cf. Jn 20, 21). También aquí cabría detenerse para evocar la consagración bautismal que todo cristiano recibe en el bautismo y que lo capacita para participar en la misión de la Iglesia. Asimismo hemos de tener presentes, en nuestra oración, a los cristianos que nos rodean (nuestros padres o hermanos, parientes, amigos, etc.), llamados a ser apóstoles de Jesucristo. Y procurar que tomen conciencia de ello.


 Jesús rezó por la Iglesia

     En tercer lugar, Jesús pide por todos los cristianos hasta el final de los tiempos, por la Iglesia, por nosotros (cf. Jn 17, 20). Benedicto XVI alcanza aquí la cumbre de su exposición. Entiende que la oración de Jesús da origen a la Iglesia. Cebe pensar que esto es así en el contexto de todos los hechos de la vida de Cristo, de su muerte y resurrección, junto con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés. En este marco, hay, en efecto, momentos de intensidad especial en que Cristo va dando pasos en la constitución o “fundación” de su Iglesia (la constitución de la comunidad de los discípulos, la elección y envío de “los Doce”, la vocación y misión de Pedro, la Última Cena en conexión con el sacrificio de la Cruz, la aparición en la tarde de Pascua cuando, ya resucitado, confiere la “potestad” de bautizar y perdonar los pecados, y, finalmente, el acontecimiento de Pentecostés).

     En esa línea se sitúa siempre la oración de Jesús, que es como el alma de su entrega y sacrificio por amor al Padre y a la humanidad. Y esa oración, en su vertiente de intercesión por la Iglesia, se intensifica en esta “oración sacerdotal” al final de la última Cena.

     Pero sigamos con las palabras del Papa. Subraya en su homilía, en la clausura de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos: “La petición central de la oración sacerdotal de Jesús, dedicada a sus discípulos de todos los tiempos, es aquella de la futura unidad de todos los que creerán en Él”.

     Continúa explicando que esa unidad no es un producto mundano, sino don que procede del Cielo. Jesús reza “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de los cristianos, prosigue Benedicto XVI, “por un lado, es una realidad oculta en el corazón de las personas que creen. Pero al mismo tiempo, esta (unidad) debe aparecer claramente en la historia, debe aparecer para que el mundo crea, tiene un propósito muy práctico y concreto y debe aparecer para que todos sean realmente uno”. Por eso “la unidad de los futuros discípulos, siendo unidad con Jesús –que el Padre ha enviado al mundo–, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo”.


En su oración sacerdotal, Jesús "crea" la Iglesia

     Como haciendo una síntesis de lo que viene señalando, expresa el Papa: "Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se realiza la institución de la Iglesia... Propiamente aquí, en la última cena, Jesús crea la Iglesia”. Y se pregunta “qué otra cosa es la Iglesia, sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se implica en la misión de Jesús para salvar al mundo, conduciéndolo al conocimiento de Dios”. Insiste, retomando algunas ideas y llegando al centro mismo de su mensaje: “La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es sólo de palabra: es la acción por la que Él se ‘consagra’ a sí mismo, es decir, se ‘sacrifica’ para la vida del mundo” (cfr. Jesús de Nazaret, II, cap. 4).

      En otros términos: “Jesús ora para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y mantenida, la Iglesia puede caminar ‘en el mundo’ sin ser ‘del mundo’ (cf. Jn 17,16) y vivir la misión confiada a ella para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: llevar al ‘mundo’ fuera de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, fuera del pecado, a fin de que vuelva a ser el mundo de Dios”.


La oración de Jesús y nuestra oración por la Iglesia

     También en este aspecto central los cristianos podemos y debemos hacer nuestra la oración de Jesús (lo es por sí misma, pero debe serlo además porque nosotros nos unamos a la suya lo mejor posible, con toda nuestra vida). Así, la oración por la Iglesia, por todos los cristianos del mundo y por la unidad de los cristianos, no es sólo para una semana al año, sino que debe estar en el centro de nuestras intenciones y peticiones; más aún, en el centro de nuestra vida entera, transformada en misión.

    En síntesis, la oración sacerdotal de Cristo significa y realiza algo decisivo para la humanidad de todos los tiempos: que la Iglesia fue querida, y, en un sentido profundo y abarcante de toda su vida, “fundada” por Cristo. Y de este modo Cristo permanece siempre como fundamento vivo y activo de la Iglesia y de su misión, por la acción del Espíritu Santo.




(publicado en www.cope.es, 30-I-2012)

viernes, 20 de enero de 2012

La victoria de servir

 (La Unidad de los cristianos en la perspectiva de la fe)

 Cristo Redentor, en el cerro Corcovado, Río de Janeiro, Brasil

Dice San Juan en su primera carta que “la victoria que vence al mundo es nuestra fe”. La Oración por la Unidad de los Cristianos subraya este año la victoria de Cristo como causa de nuestra resurrección, y, por tanto, de la belleza de la vida cristiana. Conviene preguntarse de qué tipo es esa “victoria”.

     Benedicto XVI ha explicado en alguna ocasión que la victoria de Cristo debe entenderse en el sentido del amor y del servicio. Estas son sus palabras: “La victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos cristianos han sido y son un testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han sido artífices de paz, promotores de justicia, animadores de un mundo más humano, un mundo según Dios; se han comprometido en diferentes ámbitos de la vida social, con competencia y profesionalidad, contribuyendo eficazmente al bien de todos. La caridad que brota de la fe les ha llevado a dar un testimonio muy concreto, con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino que es el bien más precioso que tenemos que compartir con los demás” (Benedicto XVI, Mensaje para la convocatoria de la JMJ de Madrid 2011, 6-VIII-2010, n. 5).


Lo que es y no es la fe cristiana

     En efecto, de un lado la fe cristiana no es una mera creencia o un conjunto de ideas o de sentimientos, o un ideal que se podría alcanzar por cualquier medio, independientemente de las consecuencias que eso tuviera para la dignidad de las personas o la justicia con la realidad. La fe cristiana es el encuentro con Cristo que transforma a cada persona y la lleva a colaborar en el bien común y para la vida plena de los demás.

     También conviene aclarar que el mundo no es, para el cristiano, un enemigo; el mundo creado de por sí es bueno. Lo que hay que combatir es el pecado y el mal que hay en el mundo.

     Además, la fe cristiana no busca dejar vencedores ni vencidos, a no ser el pecado y quien está radicalmente en su origen, el demonio. También queda vencida la muerte, porque ya no tiene la última palabra (tras de ella viene la Vida verdadera). Y porque la cruz de Cristo le cambia el sentido, convirtiéndola en un medio de salvación (en el caso del Señor) o de posible cooperación a la salvación propia y ajena (en nuestro caso).


El lema de este año: "Todos seremos transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo"

     Al menos por estos motivos, es iluminador el lema que se propone para la oración por la unidad de los cristianos (2012), inspirado en el pensamiento paulino sobre la resurrección de los cuerpos como consecuencia del triunfo de Cristo sobre la muerte: “Todos seremos transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo” (cf 1 Co 15, 51-58). La fe en esta victoria deben considerarla los cristianos como un fuerte apoyo para su firmeza, constancia y progreso en las buenas obras.

      Según Benedicto XVI, el equipo redactor del texto “ha querido subrayar qué fuerte es el apoyo de la fe en medio de las pruebas y los estremecimientos como los que han caracterizado la historia de Polonia”, tantas veces en defensa de una libertad que afectaba en gran medida a la fe cristiana (Audiencia general, 18-I-2012).

     En ese documento se alude al contraste entre una “victoria” entendida en términos triunfalistas, y el camino que propone Cristo, cuando dice que “si alguien quiere ser el primero, sea el último de todos y el siervo de todos” (Mc 9, 35).


La victoria de la fe es la del amor, y comienza por la conversión

     En términos del Papa, “Cristo habla de una victoria a través del amor que sufre, a través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y el consuelo concreto a los últimos, a los olvidados, a los rechazados”. Así vemos la victoria de Cristo: “Para todos los cristianos, la más alta expresión de ese humilde servicio es Jesucristo mismo, el don total que hace de Sí mismo, la victoria de su amor que vence a la muerte, en la cruz, que resplandece en la luz de la mañana de Pascua”. Y la consecuencia para nosotros: “Nosotros podemos participar en esta ‘victoria’ transformadora si nos dejamos transformar por Dios, sólo si llegamos a una conversión de nuestra vida y la transformación se realiza en forma de conversión”.

     Insiste Benedicto XVI en que se trata de una conversión interior, personal y comunitaria: “No se trata simplemente de cordialidad o de cooperación, sino que es necesario sobre todo reforzar nuestra fe en Dios, en el Dios de Jesucristo, que nos ha hablado y se ha hecho uno de nosotros; se requiere entrar en la nueva vida de Cristo, que es nuestra verdadera y definitiva victoria; se necesita que nos abramos unos a otros, asumiendo todos los elementos de unidad que Dios ha conservado para nosotros y nos da siempre de nuevo: es necesario sentir la urgencia de testimoniar al hombre de nuestro tiempo el Dio vivo que se ha dado a conocer en Cristo”.

     El Concilio Vaticano II situó al ecumenismo en el centro de la vida y de la misión de la Iglesia, Juan Pablo II lo indicó como tarea esencial. Por tanto, dice Benedicto XVI, la oración por la unidad de los cristianos no debe ser sólo tarea de una semana, sino de todo tiempo y lugar.


La Unidad de los cristianos, responsabilidad de todos

     Nos acercamos a la celebración de un Año de la Fe. Por eso viene a propósito esta pregunta que se hace el Papa acerca de nuestro testimonio de la fe: “¿Cómo podemos dar un testimonio convincente si estamos divididos? Ciertamente, por lo que respecta a las verdades fundamentales de la fe, nos une mucho más de lo que nos divide. Pero las divisiones permanecen, y afectan también a varias cuestiones éticas y prácticas, suscitando confusión y desconfianza, debilitando nuestra capacidad de transmitir la Palabra de Cristo”. Y concluye que la falta de unidad es un gran desafío ante la nueva evangelización.

     La unidad de los cristianos no es una cosa más. Pertenece al corazón de la Iglesia y ha de estar por tanto en el corazón del cristiano. Es cuestión de fe, de amor y de esperanza. Pide ante todo un cambio de vida personal, que lleva al testimonio, también personal, de la fe, y a la apertura y colaboración cordial con los demás cristianos. Vivimos hoy en un mundo en que la convivencia con cristianos no católicos es cada día más usual. Es importante que crezca en la vida del católico esa conversión del corazón para apreciar los elementos de santificación y verdad que tienen los cristianos no católicos, y establecer con ellos una relación efectivamente cordial y cercana.


Oración por la unidad y formación ecuménica

      El empeño por contribuir a la unidad de los cristianos afecta también a las comunidades cristianas y a las instituciones eclesiales como tales. Por eso todos hemos de esforzarnos en la oración por la unidad y en la formación ecuménica. Esta formación (en sus diversos aspectos: doctrinal y espiritual, pastoral y ético) ha de llegar a la familia, la parroquia, la escuela y los diferentes movimientos, grupos y asociaciones. Así podremos avanzar hacia el testimonio común de los cristianos, tan necesario para la transmisión de la fe en nuestro tiempo.




(publicado en www.religionconfidencial.com, 20-I-2012)

jueves, 19 de enero de 2012

Serenidad y compromiso

Geoffrey Wynne, Navidad en Venecia bajo la nieve (acuarela)


No sólo el comienzo del año, sino cualquier momento es bueno para examinar nuestra actitud ante el futuro. Lo hace Spaemann en el último capítulo de su libro “Ética: Cuestiones fundamentales”, a modo de conclusión.


El respeto al destino, actitud de sabios

    ¿Por qué la Ética (reflexión práctica) se interesa por el destino, siendo así que no depende de nosotros? El hecho, aduce Spaemann, es que muchos pensadores de todos los tiempos se lo plantean, por ejemplo Hegel: “El principio de la ciencia moral es el respeto que debemos tener al destino”.

     Esto es así, señala Spaemann, ante todo porque cada uno somos responsables de nuestro comportamiento. “No” somos libres para relacionarnos o no con la realidad, y ello dentro de un marco de condiciones exteriores e interiores: nuestro modo de ser, naturaleza y biografía. “No sólo la realidad es como es, sin nosotros, sino que, en alguna medida, nosotros mismo somos como somos sin poderlo modificar”. A esto se añade que nuestra actividad influye también en el destino de los demás. Entonces, ¿en qué sentido somos responsables? ¿Cómo se puede actuar correctamente? ¿Y cómo se puede educar para la acción?

      Por un lado, explica el filósofo alemán, siempre podemos hacer algo significativo y razonable de acuerdo con lo que es posible. Al mismo tiempo, cada acto (cada palabra, gesto, lectura, omisión…) modifica de alguna manera las condiciones, el marco en que se desarrolla la acción. De ahí que no vale excusarse diciendo “es que yo soy así”, pues ese “ser así” va siendo configurado indirectamente por nuestras acciones.


Dos actitudes equivocadas ante el futuro: fanatismo, cinismo

     En consecuencia, según Spaemann, se requiere un cierto grado de desprendimiento de sí mismo y además, asumir una actitud adecuada. Ante el destino, señala, caben tres actitudes que llama: fanatismo, cinismo y serenidad.

      “El fanático es aquel que está afincado en la idea de no existe más sentido que el que nosotros damos y ponemos”. Es decir, se niega a aceptar la hegemonía del destino, y puede llegar a prender fuego al mundo para que se cumpla la justicia. “Fanático es el revolucionario que no reconoce límites morales a su proceder, porque parte de la idea de que sólo gracias a éste adquiere sentido el mundo”.

      En cambio, es la crítica del autor, el punto de vista moral arranca de que “el sentido está ya ahí, precisamente en la existencia de cada hombre”, pues de lo contrario serían vanos todos los esfuerzos para crearlo.

      Por el contrario, “el cínico no adopta el partido del sentido contra la realidad, sino el de la realidad contra el sentido; renuncia al sentido. Considera la acción bajo el aspecto del acontecer mecánico”. (Cabría resumir su actitud diciendo: “Es lo que hay”).

      Ambos, el fanático y el cínico, creen en el derecho del más fuerte y niegan el sentido que la realidad que rodea nuestras acciones tengan sentido. El fanático busca un sentido, y quizá se le puede explicar. Al cínico o al escéptico radical, no se les puede abordar con argumentos; se les puede ayudar haciéndoles experimentar los valores por medio del amor. Mientras tanto, en caso de que dañen a otros, se les debe combatir.

      (Una actitud menos radical que la del cínico es la del cansancio de la vida, producido por el esfuerzo y los fracasos, pues sin una “gran esperanza” no hay suficiente luz ni fuerza para continuar actuando en busca de la verdad, el amor y el bien. De ello se ocupa Benedicto XVI en la encíclica Spe salvi, n. 35).


Serenidad, aceptación y compromiso


      La serenidad es la actitud razonable ante el destino. Es la actitud del que “acepta voluntariamente, como un límite lleno de sentido, lo que él no puede cambiar”. Como no podemos cambiarlo, lo mejor es que lo aceptemos, pues de otra manera no cabe la aceptación de sí mismo. Esto lo llevaron al extremo los estoicos, proponiendo la apatía (la ausencia de dolor y de pasión, incluyendo la compasión) como actitud fundamental.

      Pero esto, como bien critica Spaemann, suprime una actitud decisiva de la actividad humana: la dimensión del compromiso apasionado. Y así es una contradicción con el pensamiento estoico, que quería aceptar la naturaleza, siendo así que las pasiones pertenecen a la naturaleza del hombre.

      Además, apunta con agudeza, “sólo el que actúa comprometido de verdad puede dar fe de los límites de lo posible. Si capitula ante lo imposible, él sabe que efectivamente era imposible”. Esto hace que su capitulación sea más dolorosa que la de los estoicos, pues renuncia a algo con lo que está efectivamente encariñado. Pero al mismo tiempo sólo el que se compromete y actúa en consecuencia, es el verdadero realista; el que no se compromete desconoce los límites de lo posible, y por tanto de la realidad. Por eso lo que el cristianismo llama “resignación” es muy diferente de la cobardía, de la comodidad o del fatalismo.


Apertura a la transcendencia

     En consecuencia, sólo el que vive la serenidad y el compromiso se abre a la trascendencia. (En efecto, el cristiano, además de ponerse en las manos de Otro, acepta el sentido de la vida y con ello, se muestra conforme, hecho a la forma de, tolerante y paciente ante las adversidades, que está dispuesto a afrontar).

     Spaemann subraya cómo Cristo mismo rogó por su propia vida añadiendo: “…no se haga mi voluntad sino la tuya”. Y sostiene que la confianza en que al final el bien se impone, no es exclusiva de la fe, sino que “es el núcleo de la filosofía de la historia de Kant, Fichte, Hegel o incluso Marx”. Cabría evocar la reflexión de San Pablo: para los que aman a Dios, todas las cosas –incluso los aparentes fracasos- cooperan al bien (cf. Rm 8, 28).


Ayudar a valorar la vida

      Lo importante, en definitiva, es que la persona serena actúa con aceptación incluso de sus posibles fracasos, pues sabe que no es su actividad la que da sentido al mundo; y a la vez con firmeza y decisión, pues sabe que el mundo no es malo en general, y que vale la pena vivir. Por eso ha de darse también la amistad entre las generaciones. Los mayores deben “introducir a los jóvenes en su mundo de valores hasta que puedan comprenderlo”. Y “los jóvenes sólo pueden actuar con sentido si se sitúan en una relación positiva con la realidad inacabada con que se encuentran”.

      Todos podemos y debemos contribuir a que los demás acepten con serenidad su destino. ¿Cómo? Creando condiciones de trabajo, cultura, sanidad y bienestar material y espiritual, que les animen a descubrir que merece la pena vivir.

      La felicidad (la relativa felicidad que podemos encontrar en nuestra vida) implica la serenidad y el compromiso, y se comunica con alegría. Aunque Spaemann no la recoge, aquí vendría bien aquella antigua oración cristiana, anónima, de inequívoco sabor agustiniano: “Que Dios me conceda serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valentía para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para ver la diferencia”.

(publicado en www.cope.es, 16-I-2012)

lunes, 16 de enero de 2012

La oración de Jesús y la misa

 Valentin de Boulogne, La última Cena (1625-1626)
Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma

Muchos cristianos no saben qué es la misa. Piensan, quizá, que es cosa de los sacerdotes, y viven ajenos a ella. Otros asisten a lo que tal vez miran como una ceremonia de carácter más o menos social, donde, con ciertas oraciones y gestos, se recuerda la figura de Jesucristo y se anima a la gente a preocuparse por los demás.

     Frente a esas y otras visiones empobrecidas de la Eucaristía, Benedicto XVI la ha explicado de modo sencillo y profundo, poniéndola en relación con la oración de Jesús. A la oración del Señor, según los relatos de los Evangelios, le viene dedicando el Papa varias Audiencias. Veamos por orden las enseñanzas de estos días.


La oración de Jesús durante su Bautismo

    Tras los largos años de Nazaret, la oración de Jesús durante su Bautismo (cf. Audiencia general del 30-XI-2011) inaugura su ministerio público. En ella se muestra plenamente dispuesto a cumplir la voluntad del Padre. Una oración que es prolongación de tantas oraciones anteriores y preludio de las que luego sostendrá, en esa “fuente secreta” que es su “oración filial perfecta”. La oración de Jesús es, cada vez más intensamente, como el núcleo de donde brota la energía de su vida, y el corazón de su misión. El Papa nos invitaba a preguntarnos: ¿Cómo rezamos nosotros? ¿Qué tiempo dedicamos? ¿Cómo es nuestra preparación y formación para la oración?


La oración de "júbilo" del Señor

     Más adelante, Benedicto XVI se detuvo en la oración de “júbilo” de Jesús (cf. Audiencia general, 7-XII-2011). El Señor abre su corazón en acción de gracias a su Padre (cf Mt 11,25-30 y Lc 10, 21-22), alegrándose al comprobar cómo los “pequeños” y los sencillos se hacen como niños, se abren al Espíritu Santo y llegan a ser, como Jesús, mansos y humildes de corazón. Y acaba diciendo: “Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10, 22).


La oración de Jesús en el contexto de las curaciones milagrosas

      La semana siguiente el Papa contempló la oración de Jesús en el contexto de las curaciones milagrosas (cf. Audiencia general del 14-XII-2011). “Jesús se deja implicar con gran participación humana en el sufrimiento de sus amigos, por ejemplo Lázaro y su familia, o de los muchos pobres y enfermos que Él quiso ayudar concretamente”. Subraya cómo la acción sanadora del Señor está siempre en relación con su Padre (cf. Mc 7, 34; Jn 11, 4 y 41s): la relación humana de compasión o de amistad con el hombre, entra en la comunión de Jesús con Dios Padre, y se convierte así en curación.

     Con ello, Jesús quiere llevarnos, de un lado, a la confianza total en el Dios de la vida y su plan de salvación; y al mismo tiempo, “la oración nos enseña a salir constantemente a de nosotros mismos para ser capaces de acercarnos a los demás –nuestros hermanos, hijos en el Hijo–, especialmente en los momentos de la prueba, para llevarles consuelo, esperanza y luz”.


La oración de Jesús durante la última Cena

     Ya en 2012, Benedicto XVI se ha referido a la oración del Señor durante la Última Cena (cf. Audiencia general del 11-I-2012). Por su importancia para comprender el sentido de la misa, nos detendremos aquí.

      El trasfondo de esa oración es la despedida del Señor y la inminencia de su pasión. Desde hacía tiempo venía explicándoselo a sus discípulos, para que comprendieran sus consecuencias (por ejemplo Mc. 8, 31). En aquellos días se aproximaba la Pascua judía, que celebraba el recuerdo de la liberación de Egipto. Es en contexto, dice el Papa, donde se enmarca la última Cena de Jesús, pero con una novedad especial: “Es su Cena, en la cual ofrece algo totalmente nuevo: a Él mismo. Y de este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su Cruz y su Resurrección”. Es significativo que según San Juan, Jesús murió en la cruz a la hora que en el templo de Jerusalén se inmolaban los corderos de la Pascua.

      En la última Cena del Señor destacan sus gestos (parte el pan y lo distribuye, comparte el vino), junto con las palabras que los acompañan y el marco de la oración. Todo ello constituye la institución de la Eucaristía. Y la Eucaristía, según Benedicto XVI, debe considerarse como “la gran oración de Jesús y de la Iglesia”.

      Cuando el Nuevo Testamento (en los Evangelios sinópticos y en la primera carta a los Corintios) relata este acontecimiento, usa unos verbos determinados, que expresan la acción de gracias y la alabanza. Así se refleja la oración judía, que hacía el cabeza de familia (la berakha), acogiendo en casa a algunos extranjeros, al principio de las grandes fiestas. En esa oración se reconocían los dones recibidos de Dios (las cosechas y los frutos de la tierra), y se entendía que Dios respondía enriqueciendo los mismos dones.

      Todo ello adquiere, en la última Cena de Jesús, una profundidad totalmente nueva. “Él da una señal visible de acogida a la mesa en la cual Dios se da. Jesús en el pan y en el vino se ofrece y se transmite a Sí mismo”.

     Se pregunta Benedicto XVI cómo pudo Jesús darse a sí mismo. Había dicho que él tenía poder para dar su vida y recobrarla de nuevo, de acuerdo con el mandato de su Padre (cf. Jn 10, 17s). Ahora “Él ofrece de antemano la vida que le será quitada, y de este modo transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí para los demás y a los demás”.

     Desde el interior de su oración, en el diálogo con su Padre, brota la entrega a los suyos: “Vemos claramente que la relación íntima y constante con el Padre es el lugar donde Él realiza el gesto de dejar a los suyos, y a cada uno de nosotros, el Sacramento del amor, el"Sacramentum Caritatis". Así Jesús se convierte en el verdadero Cordero que lleva a la plenitud el antiguo culto y nos invita a participar de su entrega (cf. 1 Co 11. 24.25).

     Al mismo tiempo se preocupa por cada uno aquella noche (concretamente por Pedro: Lc 22, 31s; 22, 60s). “La oración de Jesús cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, los sostiene en su debilidad”. Y ahora, en nuestro caso, “La Eucaristía es el alimento de los peregrinos que se convierte en fuerza también para el que está cansado, agotado y desorientado”.


La misa: participar de la oración de Jesús


     Pues bien, esto se renueva con la misa en la que participamos nosotros: “Participando de la Eucaristía, vivimos de una manera extraordinaria la oración que Jesús ha hecho y hace continuamente por cada uno, a fin de que el mal, que todos enfrentamos en la vida, no logre vencer, y actúe así en nosotros el poder transformador de la muerte y resurrección de Cristo”.

     Por tanto, al celebrar cada misa, en la Eucaristía, nos unimos a la oración de Jesús, especialmente a la de aquella noche: “Desde el principio, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración como parte de la oración realizada junto a Jesús; como una parte central de la alabanza llena de gratitud, a través de la cual el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, nos viene nuevamente donados como cuerpo y sangre de Jesús, como auto donación de Dios mismo en el amor acogedor del Hijo (cf. Jesús de Nazaret, II, p. 146.)”.

     Concluyendo. Los frutos de la misa de cada día, cuando la celebramos con la debida preparación (lo que incluye si es necesario recibir el Sacramento de la Penitencia), son el resultado de la entrega de Jesús, que se nos aplica personalmente, para nuestra vida y nuestra misión como cristianos: luz y fortaleza, fidelidad y renovación. Y esos frutos de la oración de Jesús se nos aplican “para que nuestra vida no se pierda, a pesar de nuestra debilidad y de nuestras infidelidades, sino que sea transformada”. Para que sea, de verdad, como la suya, ofrenda al Padre y sacrificio de amor a Dios y al prójimo.



(publicado en www.analisisdigital.com, 16-I-2012)

Sobre el sentido del sufrimiento


El comienzo de un nuevo año aviva en nosotros la conciencia del paso del tiempo. Y esto, unido a la cuesta de enero (el esfuerzo del vivir), puede suscitar la pregunta de si es razonable buscar un sentido al sufrimiento. Se lo plantea Robert Spaemann en un excelente texto (Über den Sinn des Leidens, en el libro Einsprüche, christliche Reden. Einsiedeln, 1977). No se cuestiona si podemos disminuirlo, sino “qué sentido tiene aquella situación en la que todos nuestros esfuerzos para disminuirlo o evitarlo llegan a un límite”. Pues, en efecto, ¿qué sentido puede tener algo que no queremos, que nadie puede querer para sí mismo?

      El sufrimiento aparece habitualmente como un sinsentido. Aparece ya así en el miedo a sufrir, y en la pregunta misma sobre el sentido del sufrimiento.


Comparación entre la sociedad moderna y las sociedades primitivas


     La sociedad moderna no sabe qué hacer ni qué decir ante el sufrimiento. Sólo intenta evitarlo, y, como no consigue hacerlo del todo, silencia hasta la interpretación de su sentido (una manera extrema de hacerlo es la eutanasia). Crecemos con poca tolerancia a la frustración. Y así, al evitar todos los valles nos incapacitamos para disfrutar de las montañas: somos menos felices, tenemos menos alegría. Se intenta ocultar la muerte, pero no se enseña a morir.

      En cambio, en las sociedades primitivas, observa Spaemann, el dolor estaba “previsto”, y tenía una función que realizar, como se ve en ciertas figuras como la del mendigo o la viuda. El mendigo no sólo era receptor de la beneficencia pública, sino que representaba su papel dignamente, tenía algo que dar (prometía rezar por aquél que le daba algo). El dolor y la muerte eran realidades aceptadas y hasta dramatizadas, con un cierto ceremonial que los situaba en el contexto de la sociedad y del cosmos.


Materialismo, estoicismo, budismo

      ¿Qué respuestas hay –a nivel meramente natural– para el sentido del sufrimiento? Spaeman encuentra básicamente dos (que ofrecen soluciones parecidas): el materialismo y el estoicismo con el budismo como variante. Según el materialismo, ni siquiera debe plantearse el sentido del sufrimiento, porque el sufrimiento es algo que pertenece a la naturaleza, que es el ámbito de lo necesario. Lo único que tiene sentido es el obrar solidario a favor del “género humano”, que es lo verdaderamente digno (y no tanto la persona). Ante el dolor sólo cabe la resignación.

      Según el estoicismo, el dolor puede evitarse aceptando lo que no puedo cambiar, llegando a la apatía o la impasibilidad. Pero esto, advierte Spaemann, es difícil de lograr en la práctica, sobre todo ante un dolor intenso. En esa perspectiva sólo quedaría la salida del suicidio, pero así se destruye lo que se quería respetar: la persona tal como es. El budismo, por su parte, intenta suprimir el sufrimiento anulando la voluntad, el yo, que es el origen de la voluntad y de la libertad.

      En realidad, nota justamente nuestro autor, estas posiciones no son respuestas al sentido del sufrimiento, sino intentos fallidos de suprimirlo.


La respuesta de la Biblia al sufrimiento

     ¿Qué dice la Biblia sobre el sentido del sufrimiento? Podría resumirse así: el sufrimiento tiene sentido sólo si todo tiene sentido (que lo tiene). Esto no suprime el misterio del sufrimiento ante lo que, a los ojos humanos, parece privado de sentido. Jesús mismo lo experimentó, asumiendo en la Pasión su papel central en el drama de la historia, después de luchar contra su propia voluntad. Así se manifiesta en la oración que tuvo lugar en el Huerto de los Olivos.

      Todos, por tener la naturaleza humana, llevamos las huellas de una injusticia, de una desobediencia (pecado original), que reactivamos cuando cometemos un pecado personal. Nos rebelamos contra el director del drama o de la sinfonía, querríamos imponer nuestra propia partitura en lugar de ejecutar la parte que nos toca (aquí cabría recordar el principio de "El Silmarillion", de Tolkien).

      De esta manera, entiende Spaemann, reproducimos en nosotros la desobediencia, palabra que viene de dejar de oír. Así nos incapacitamos para escuchar el sentido del todo. Y de ese modo nos situamos en el “estado en que cada cual busca convertirse en el punto central del mundo”. El sufrimiento es como el reverso de ese mal (diríamos nosotros: la luz roja que nos avisa para rectificar; el altavoz de Dios, o su sombra en el mundo, diría C.S. Lewis: recuérdese la película “Tierras de penumbra”, Shadowlands, R. Attenborough, 1993). El sufrimiento nos ayuda a caer en la cuenta de que “sólo puede representar bien su papel quien presta atención a las órdenes del director y escucha el papel de los otros”; porque no vivimos en solitario, hay un director y están los otros. Y así el sufrimiento nos facilita colaborar en la reparación de ese mal, madurar con ello y ayudar a los otros; pues según Spaemann, “la verdadera solidaridad significa ayudar a encontrar el sentido del sufrimiento”.


Aprovechar el sufrimiento
   
      Por lo demás, no todo en el sufrimiento es oscuridad y sinsentido. A la vez que intentamos aliviar el sufrimiento, muchas veces nos damos cuenta que nos va enseñando, o nos ha enseñado, cosas valiosas: jerarquizar los valores, descubrir que las cosas pequeñas son importantes, no poner las metas en el éxito profesional, preocuparnos más por los que nos rodean, abrirnos a Dios.

      Por ejemplo, como dice el autor, podemos pensar: Si Dios puede curarme y no lo hace (Jesús tampoco curó a todos), esto debe tener un sentido, y así el sufrimiento es consuelo. Incluso, en la medida en que nos descubre nuestra necesidad de Dios, el sufrimiento puede convertirse en un medio de salvación.


El sufrimiento de los inocentes


     Finalmente, dos cuestiones difíciles. En primer lugar, el sufrimiento de los que no pueden alcanzar un sentido (los niños pequeños, los que mueren en el seno materno, los animales), lo que amplía el misterio del sufrimiento. En segundo lugar, con palabras de nuestro autor, “el sufrimiento de quien en sí mismo no es culpable, sino que padece por otros” (cabría evocar la película “La milla verde”, The Green Mile, F. Darabont 1999). Hay de esto una importante experiencia en el cristianismo, comenzando por Cristo mismo, que fue inmolado en la Cruz.

      El sentido del sufrimiento sólo puede existir si no tiene la última palabra. Por eso la resurrección de Cristo es, según Spaemann, “la última respuesta del cristianismo a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento”, porque nos abre las puertas a la Vida nueva, donde ya no hay sufrimiento alguno.


Sufrimiento y madurez cristiana

      Efectivamente, pues sólo el Cielo acaba con todos los sufrimientos, también los de los niños inocentes, y los transforma en alegría. Y entonces desaparece el sinsentido del sufrimiento. Así se explican las palabras de Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi: “Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (n. 37). Esto lo sabe bien el cristiano, llamado a “ofrecer” las “pequeñas contrariedades diarias” en unión con Cristo (cf. n. 40). Y así el sufrimiento puede llegar a tener un sentido salvífico, en unión con el del Señor (cf. Juan Pablo II, Carta ap. Salvifici doloris, 1984). También cuentan, en su sufrimiento, con la ayuda de Dios los creyentes de todas las religiones, que le imaginan de diversas maneras y le invocan a través de muchas voces.


(publicado en www.religionconfidencial.com, 16-I-2012)

martes, 10 de enero de 2012

Sinfonía de la libertad

Boston Symphony Hall

¿Qué sería de una sinfonía musical si cada instrumento se declarase autónomo y absoluto? Cabe recordar el sugerente comienzo de ”El Silmarillion”, de Tolkien. La sinfonía ha comenzado. Pero uno de los músicos decide separarse del tema principal, “entretejer asuntos de su propia imaginación…, porque intentaba así acrecentar el poder y la gloria de la parte que le había sido asignada”.


El marco de la libertad no es absoluto ni individualista

     No es posible entender ni vivir la libertad como un poder que nace y se desarrolla por sí mismo, pues la libertad es propia de los seres inteligentes que se perfeccionan por el amor. “La verdad os hará libres” dice el Evangelio. Ahora bien, ¿qué verdad es esa? No se trata de la verdad meramente lógica o racionalista, sino la verdad que se enraíza, crece y se manifiesta en el amor a Dios y a los demás. La libertad que procede de esa verdad se identifica en la práctica con el amor. Por eso San Agustín pudo expresar: “ama y haz lo que quieras”. Como si dijera: “Si amas auténticamente, todo lo que hagas procederá de ese amor y será obra del amor”.

     Con otras palabras, la libertad no es un absoluto, sino que depende de la verdad. Pero no de la verdad entendida como una pura doctrina o sistema de ideas, sino que la libertad se alcanza plenamente en el amor de una vida “vivida” con la autenticidad del Evangelio. Por eso la libertad es un don de Dios, pero también es una tarea humana; más aún, una conquista. Sólo el que ama de verdad es libre.

     Esto es lo que explicó Benedicto XVI en el Seminario Romano (20-II-2009), acudiendo al pensamiento de San Pablo en la carta a los Gálatas. Cuando el apóstol dice “Habéis sido llamados a la libertad”, añade: “Que esta libertad no se convierta en un pretexto para vivir según la carne, sino poneos al servicio unos de otros en la caridad”. La libertad no es una excusa para el egoismo, que degrada al hombre. Paradójicamente –interpreta el Papa– “llegamos a ser libres si nos convertimos en siervos unos de otros”. Y el motivo es este: “Somos seres relacionales, y sólo aceptando esta relacionalidad entramos en la verdad, de otra manera caemos en la mentira y en ella, al final, nos destruimos”.


La verdad que fundamenta la libertad: el amor

     La relación con Dios y con los demás es, pues, aquella verdad profunda que fundamenta, crea e incluso acrecienta la libertad humana. La verdad de que el hombre es imagen de Dios-amor, personalmente y también en comunión con los demas. La libertad depende del amor y se realiza en el amor: es una sinfonía, un concierto de muchos instrumentos que se respetan y limitan mutuamente. “Sólo aceptando al otro, aceptando también la aparente limitación que supone para mi libertad el respeto por la libertad del otro, sólo insertándome en la red de dependencias que nos hace, finalmente, una sola familia humana, yo estaré en camino hacia la liberación común”.


No hay concierto sin partitura común

     Desarrollando la metáfora de la sinfonía –dentro de sus límites–, se ve que el concierto sólo es posible si hay una partitura que leer y dar vida con los matices propios de cada instrumento, y un director que señale el ritmo, imprima el carácter de la interpretación y sepa sacar de cada uno lo que es capaz de dar. Según el Papa, “el concierto de la libertad” sólo puede realizarse si hay una verdad común acerca del hombre, de su naturaleza, de tal manera que la verdad no tenga que ser impuesta desde fuera como un positivismo violento que se experimenta como esclavitud. Si el orden y el derecho están al servicio de la naturaleza humana, entonces estarán al servicio de la libertad. El amor es la plenitud de la ley. Y por eso el Evangelio y el Bautismo son una llamada a la libertad, a la superación del egoísmo: “Habéis sido llamados a la libertad”. Cabría añadir: el Evangelio y el Bautismo son la liberación de la libertad; libertad que, a espaldas del amor, se convierte en esclavitud.

     Este es –concluía Benedicto XVI– el significado de las célebres palabras de san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Amar quiere decir aquí participar del amor de Dios, por los sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, la escucha de la Palabra de Dios, el cumplimento de la voluntad divina. “Así –dice el Papa– somos realmente libres, podemos realmente hacer lo que queremos, porque queremos con Cristo, queremos en la verdad y con la verdad”. Por el contrario, si no hay esta comunión con Cristo y esta “obediencia de la fe”, prevalece la polémica, “la fe degenera en intelectualismo y la humildad es sustituida por la arrogancia de ser mejor que el otro”. Y eso destruye la Iglesia, que debería ser una sola alma y un solo corazón.





(Publicado en www.diarioya.es, 4-III-2009)

miércoles, 4 de enero de 2012

La manifestación del Salvador

 B. Bonfigli, Adoración de los Magos y Cristo en la Cruz (1465-1475)
National Gallery, London

En los iconos ortodoxos de la Navidad, expresiones de la religiosidad popular durante siglos, es común observar al Niño no simplemente echado sobre las pajas del pesebre, sino envuelto en una faja, como un difunto embalsamado, y también a menudo el pesebre tiene forma de féretro. ¿Qué quiere decir esto?


De Belén al Calvario

      La explicación puede encontrarse en la relación entre la Navidad y la Pascua del Señor, entre el Belén y el Calvario. La piedad cristiana hace notar que los brazos extendidos de Jesús en el Belén son los mismos que se extenderán sobre la Cruz. Algunos pintores, como Benedetto Bonfigli (s. XV) o Lorenzo Lotto (s. XVI) asocian la escena de la Navidad al crucifijo.

      Benedicto XVI ha desarrollado, en su audiencia del 21 de diciembre, la relación entre la Navidad y la Misa; y, por tanto, su relación con la muerte y resurrección del Señor.

      En primer lugar, se ha preguntado cómo podemos vivir los cristianos el acontecimiento de la Navidad, sucedido hace más de dos mil años. La Misa de la Noche de Navidad reza: “Hoy ha nacido para nosotros el Salvador”. Esto, responde el Papa, es real gracias precisamente a la liturgia, que hace posible superar los límites del espacio y del tiempo: “Dios, en aquel Niño nacido en Belén, se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar todavía, en un ‘hoy’ que no tiene ocaso”. Dicho de otro modo, “Dios nos ofrece ‘hoy’, ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores de Belén, para que Él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia”. En síntesis, por medio de la liturgia “la Navidad es un evento eficaz para nosotros”.

     Ciertamente, bastaría con recordar que la Misa es actualización del Misterio Pascual (la muerte y resurrección de Cristo), que asume, condensa y consuma todos los demás Misterios de la vida del Señor, también el de la Navidad.

      Navidad y Pascua, continuaba señalando Benedicto XVI, son dos fiestas que celebran la redención de la humanidad. La Navidad celebra la entrada de Dios en la historia haciéndose hombre, para que el hombre pueda conocerle y unirse a Él. La Pascua celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, obtenida mediante la Cruz y la Resurrección. La Navidad cae al inicio del invierno, cuando la naturaleza está envuelta por el frío, anunciando la victoria del sol y del calor. La Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las nieblas.


Navidad y Pascua, Epifanía y Eucaristía

     De esta manera, como hacían los Padres de la Iglesia, el nacimiento de Cristo ha de ser entendido a la luz de la entera obra redentora que culmina en el Misterio Pascual: “Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer a la muerte y al pecado”.

      Así lo dice San Basilio: “Dios asume la carne justo para destruir la muerte en ella escondida. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos anulan los efectos, y como la oscuridad de una casa se disuelve a la luz del sol, así la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo, que permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reina la oscuridad, se derrite de inmediato al calor del sol. Así la muerte, que había reinado hasta la venida de Cristo, apenas aparece la gracia del Dios Salvador y surge el sol de justicia, “fue devorada por la victoria” (1 Co. 15,54), sin poder coexistir con la Vida”

      En Navidad, comienza, por tanto, la Epifanía, es decir, la manifestación del plan divino redentor: “En Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina sobre nuestros límites, sobre nuestras debilidades, sobre nuestros pecados y se abaja hasta nosotros” (cf Fil 2, 6-7). Es decir: “El culmen de la historia del amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén”.

      De ahí resulta que el misterio de la Navidad, que puede verse situada en el marco de la Epifanía (si bien esta fiesta se celebra dos semanas después y forma una unidad con el Bautismo del Señor y el milagro de las Bodas de Caná), ha de ser contemplado y vivido en torno a la Misa, la Eucaristía. En la Navidad Cristo se manifiesta en la humildad y abajamiento del Niño de Belén. En la Eucaristía, Cristo vivo sigue ahora manifestándose y entregándose por nosotros. La Eucaristía es el “centro de la Santa Navidad”, donde “se hace presente Jesús de modo real, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra salvación”.


*     *     * 

Durante el tiempo de Navidad celebramos también la Fiesta de la Sagrada Familia, la familia de Jesús en Belén y en Nazaret, que es como el germen de la Iglesia. Ella refleja en el mundo a Cristo, luz de las gentes, como familia de Dios.

      En la fiesta de la Epifanía contemplamos la adoración de los Magos. Siguiendo esa estrella que aún resplandece, representan a todas las personas que reconocen la llegada de la verdadera y definitiva luz del mundo.


La Navidad, "fiesta del corazón"

      En la Homilía de la Nochebuena, ha señalado Benedicto XVI que la Navidad ya es Epifanía, pues Dios se manifestado y lo ha hecho como niño. Así "se contrapone a toda violencia y lleva un mensaje que es paz". Y por eso, ahora que la violencia amenaza al mundo de modos diversos, el Papa nos invita a rezar:

      "Tú, el Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque la violencia continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios! En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor, las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro. (...) En el niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo. De este modo, el año litúrgico ha recibido un segundo centro [además de la Pascua] en una fiesta que es, ante todo, una fiesta del corazón" (Homilía en la Misa del 24-XII-2011).


La Navidad, tiempo de la humildad

      Asimismo, evocando la pequeñez de la puerta que actualmente da acceso a la Iglesia de la Natividad en Belén, observaba Benedicto XVI: "Si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón 'ilustrada'. Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios".

     Dios se manifesta, efectivamente, en su bondad y humildad, llamando a las puertas de nuestra alma, durante todo estos días, breves pero intensos. Abrirle esas puertas es condición para participar de su Luz y llenar el mundo de su Alegría.





(La primera parte, con el título "Navidad y Eucaristía", fue publicada en www.religionconfidencial.com, 25-XII-2011)