sábado, 31 de diciembre de 2011

Un nuevo modo de ser cristianos

Amor y servicio 
Love and service

En su discurso a la curia romana con motivo de la Navidad (22-XII-2011), Benedicto XVI ha trazado los perfiles de un modo nuevo, “rejuvenecido”, de ser cristianos. En ese texto cabe distinguir dos partes, una introductoria y otra más concreta.


La crisis en Europa y en la Iglesia

      El Papa comienza señalando cómo la crisis económica de Europa tiene una base ética. Y analiza con precisión esa crisis de la conciencia europea: sus valores, su conocimiento y su voluntad. Los valores: “Aunque no están en discusión algunos valores como la solidaridad, el compromiso por los demás, la responsabilidad por los pobres y los que sufren, falta con frecuencia, sin embargo, la fuerza que los motive, capaz de inducir a las personas y a los grupos sociales a renuncias y sacrificios”. El conocimiento y la voluntad, añade, no siguen siempre la misma pauta. “La voluntad que defiende el interés personal oscurece el conocimiento, y el conocimiento debilitado no es capaz de fortalecer la voluntad”.

      Se detiene luego en la situación de la Iglesia: “No sólo los fieles creyentes, sino también otros ajenos, observan con preocupación cómo los que van regularmente a la iglesia son cada vez más ancianos y su número disminuye continuamente; cómo hay un estancamiento de las vocaciones al sacerdocio; cómo crecen el escepticismo y la incredulidad”. Y se pregunta qué debe hacerse. Muchos dicen que hay que hacer muchas cosas, pero eso no resuelve el problema. “El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces”. ¿Cómo encontrar la luz y la fuerza para la nueva evangelización?


África y Madrid: la fe dispuesta al sacrificio

      En este marco Benedicto XVI se fija especialmente en su viaje a África y en la JMJ de Madrid. En África afirma haber encontrado una fe sostenida por la alegría que lleva a servir a Cristo sin replegarse en el propio bienestar: “Encontrar esta fe dispuesta al sacrificio, y precisamente alegre en ello, es una gran medicina contra el cansancio de ser cristianos que experimentamos en Europa”.

      En la misma línea, la experiencia de la JMJ de Madrid, “ha sido también una medicina contra el cansancio de creer. Ha sido una nueva evangelización vivida”. Y afirma: “Cada vez con más claridad se perfila en las Jornadas Mundiales de la Juventud un modo nuevo, rejuvenecido, de ser cristiano”. Y es este modo renovado y rejuvenecido de ser cristiano el que caracteriza Benedicto XVI con cinco rasgos:


Redescubrimiento de la universalidad de la Iglesia 

     El punto de partida, y es bueno notarlo, es “una nueva experiencia de la catolicidad, la universalidad de la Iglesia”. A pesar de provenir de todos los continentes, de diversas lenguas y culturas, los jóvenes han quedado impresionados al encontrarse de inmediato unidos, “juntos como una gran familia”. Una familia unida en torno a Jesucristo, en torno a la oración y a la liturgia. Y han recibido un mismo impulso en la razón, la voluntad y el corazón. Han comprobado que “el hecho de que todos los seres humanos sean hermanos y hermanas no es sólo una idea, sino que aquí se convierte en una experiencia real y común que produce alegría”. Y, así, dice el Papa, “hemos comprendido también de manera muy concreta que, no obstante todas las fatigas y la oscuridad, es hermoso pertenecer a la Iglesia universal, a la Iglesia católica, que el Señor nos ha dado”.


Un nuevo modo de ser cristianos: la belleza de ser para los demás

      De ahí arranca, en segundo lugar, ese “modo nuevo de vivir el ser hombres, el ser cristianos”. Evocando a los voluntarios de la JMJ, dice: “Algo fundamental se me ha hecho evidente: estos jóvenes habían ofrecido en la fe un trozo de vida, no porque había sido mandado o porque con ello se ganaba el cielo; ni siquiera porque así se evita el peligro del infierno. No lo habían hecho porque querían ser perfectos. No miraban atrás, a sí mismos”.

      Esos jóvenes, añade, hicieron lo contrario que la mujer de Lot, que, por mirar atrás, se convirtió en una estatua de sal. Y observa: “Cuántas veces la vida de los cristianos se caracteriza por mirar sobre todo a sí mismos; hacen el bien, por decirlo así, para sí mismos. Y qué grande es la tentación de todos los hombres de preocuparse sobre todo de sí mismos, de mirar hacia atrás a sí mismos, convirtiéndose así interiormente en algo vacío, ‘estatuas de sal’”. En cambio, “aquí no se trataba de perfeccionarse a sí mismos o de querer tener la propia vida para sí mismos”.

      Concluyendo: “Estos jóvenes han hecho el bien –aun cuando ese hacer haya sido costoso, aunque haya supuesto sacrificios– simplemente porque hacer el bien es algo hermoso, es hermoso ser para los demás. Sólo se necesita atreverse a dar el salto”. Todo eso, agrega el Papa, “ha estado precedido por el encuentro con Jesucristo, un encuentro que enciende en nosotros el amor por Dios y por los demás, y nos libera de la búsqueda de nuestro propio ‘yo’”. Tanto en África –especialmente en las religiosas de Madre Teresa– como en Madrid, encontró el Papa “la misma generosidad de ponerse a disposición de los demás; una generosidad en el darse que, en definitiva, nace del encuentro con Cristo que se ha entregado a sí mismo por nosotros”.


Adoración 

     Tercer punto: la adoración, como acto de fe, se manifestó tanto en el Reino Unido (Hyde Park), como en Zagreb y en Madrid (Cuatro Vientos). Allí quedó claro, según Benedicto XVI: “Dios no es una hipótesis cualquiera, posible o imposible, sobre el origen del universo. Él está allí. Y si él está presente, yo me inclino ante él. Entonces, razón, voluntad y corazón se abren hacia él, a partir de él. En Cristo resucitado está presente el Dios que se ha hecho hombre, que sufrió por nosotros porque nos ama. Entramos en esta certeza del amor corpóreo de Dios por nosotros, y lo hacemos amando con él. Esto es adoración, y esto marcará después mi vida”.


Pedir perdón para ser capaz de amar

      Cuarto, el Sacramento de la Penitencia, gracias al cual “reconocemos que tenemos continuamente necesidad de perdón y que perdón significa responsabilidad”. Ciertamente, explica el Papa, “existe en el hombre, proveniente del Creador, la disponibilidad a amar y la capacidad de responder a Dios en la fe”. Pero, a la vez, “proveniente de la historia pecaminosa del hombre (la doctrina de la Iglesia habla del pecado original), existe también la tendencia contraria al amor: la tendencia al egoísmo, al encerrarse en sí mismo, más aún, al mal. Mi alma se mancha una y otra vez por esta fuerza de gravedad que hay en mí, que me atrae hacia abajo”. En consecuencia: “Por eso necesitamos la humildad que siempre pide de nuevo perdón a Dios; que se deja purificar y que despierta en nosotros la fuerza contraria, la fuerza positiva del Creador, que nos atrae hacia lo alto”.


La alegría y la certeza de la fe

      Quinto y último (fruto y consecuencia), la alegría de la fe. Según Josef Pieper, sólo el que es amado puede amarse a sí mismo. Todos necesitamos ser acogidos por otros. Y a fin de cuentas, necesitamos una acogida incondicionada, que es la propia de Dios, pues sólo Él nos garantiza que “es bueno que yo exista”. Si falta nuestra percepción de ser amados por Él, no sabemos si vale la pena nuestra vida, y nos invade la tristeza. La certeza de que somos amados por Dios sólo viene por la fe.

      En definitiva, los perfiles de este nuevo modo de ser cristiano, que es un modo rejuvenecido de ser persona, según el Papa, son: el descubrimiento de la Iglesia como familia de Dios, la belleza de la generosidad, el centro de la adoración, el sacramento de la Penitencia y la alegría de la fe. Cinco autopistas para la Nueva evangelización.



(publicado en www.analisisdigital.com, 27-XII-2011)

Dios en la cárcel


Prison window, Kaziya Akimoto, 2005

Jesús estaba, en cierto sentido, dentro de la cárcel, y el Papa vino a visitarle. También estaba, de otro modo, en el que visitaba a los reclusos: el vicario de Cristo.


"Estaba en la cárcel y me visitásteis"

      Ellos le hicieron preguntas sobre el respeto a la dignidad humana, y acerca del modo en que Dios escucha y perdona. Le pidieron que se hiciera cargo de la situación en que se encuentran. Pero también le agradecieron, sencillamente, que les fuera a visitar en nombre de Jesús y secundando sus palabras: “Estaba en la cárcel y me visitásteis” (Mt 25, 36). Todo ello puede comprobarse leyendo el diálogo entre Benedicto XVI y los reclusos de la cárcel de Rebibbia, que visitó el 18 de diciembre.

     Es muy aleccionador este gesto del Papa, realizando una de las obras de misericordia literalmente señaladas en el Evangelio: “Dondequiera que haya un hambriento, un extranjero, un enfermo, un encarcelado, allí está Cristo mismo que espera nuestra visita y nuestra ayuda. Esta es la razón principal por la que me siento feliz de estar aquí, para rezar, dialogar y escuchar”.

     Sin duda ha rezado. Asimismo ha dialogado con ellos, respondiendo a sus preguntas, lo que implica primero escuchar: “Querría de hecho poder ponerme a la escucha de la peripecia personal de cada uno, pero, lamentablemente, no es posible; sin embargo, he venido a deciros sencillamente que Dios os ama con un amor infinito, y sois siempre hijos de Dios. Y el mismo Unigénito Hijo de Dios, el Señor Jesús, experimentó la cárcel, fue sometido a un juicio ante un tribunal y sufrió la más feroz condena a la pena capital”.


Atención cristiana y pastoral en las cárceles

     Junto al anuncio de Cristo y de su amor, Benedicto XVI ha sintetizado los principios que presiden la atención cristiana y pastoral a los reclusos. Ésta debe ir acompañada del interés por sus necesidades, la promoción de su dignidad y sus derechos. Todo ello en el ejercicio de una justicia, la justicia humana, que recibe luces de la justicia divina, siempre caracterizada por la misericordia, “para evitar –como lamentablemente no pocas veces sucede– que el detenido se convierta en un excluido”.

     En Dios la justicia y la misericordia se unen. Por eso, “nuestra justicia será tanto más perfecta cuanto más esté animada por el amor por Dios y por los hermanos”. Pero ¿cómo compaginar esto con los requerimientos de la sociedad y la organización de las cárceles? “El sistema de detención gira en torno a dos puntos de referencia, ambos importantes: por un lado, tutelar a la sociedad de eventuales amenazas, por otro, reintegrar a quien ha cometido un error sin pisotear su dignidad y sin excluirlo de la vida social”. En efecto, la justicia implica siempre el respeto a la dignidad (cf. la respuesta del Papa a la primera pregunta de los presos). La dificultad de lograr estos objetivos se acrecienta actualmente por la superpoblación y la degradación de las cárceles.

     De ahí el interés de “que las instituciones promuevan un atento análisis de la situación penitenciaria hoy, verifiquen las estructuras, los medios, el personal, de modo que los detenidos no descuenten nunca una ‘doble pena’; y es importante promover un desarrollo del sistema penitenciario, que, aún en el respeto de la justicia, sea cada vez más adecuado a las exigencias de la persona humana, con el recurso también a las penas sin internamiento o a modalidades diversas de detención”.


También nosotros estamos en la cárcel

     En vísperas de la Navidad, el Papa nos invitaba a no sentirnos ajenos a la situación de los encarcelados, comenzando por visitarles; pues todos y cada uno lo somos, de diversas maneras, y necesitamos de la liberación que nos trae el Niño de Belén: “Pidámosle en el silencio y en la oración ser todos liberados de la cárcel del pecado, de la soberbia y del orgullo: cada uno de hecho necesita salir de esta cárcel interior para ser verdaderamente libre del mal, de las angustias de la muerte. ¡Sólo aquél Niño en el pesebre es capaz de dar a todos esta liberación plena!”.




(publicado en www.cope.es, 26-XII-2011)

lunes, 19 de diciembre de 2011

Vivir la Navidad en cristiano



(Imagen: L. Lotto, Adoración (1523), National Gallery of Art, Washington)

Para los cristianos la Navidad es un tiempo muy especial. No es simplemente un recuerdo, ni un mero símbolo; ni menos aún una especie de cuento o de juego para gente menuda. Ni simplemente un modo de que los adultos puedan sentirse niños de nuevo, al menos por unos días. 


Un Bing Bang redentor

La Navidad es un tiempo litúrgico en el que renovamos la conciencia de un acontecimiento que sigue teniendo plena vigencia: la segunda Persona de la Trinidad, la Palabra de Dios, ha nacido. Se ha hecho hombre, se ha hecho Niño, entrando así en la historia humana y su lógica. Por tanto, según unas coordenadas concretas: en un momento dado, en un lugar determinado, a través de una cultura determinada. A partir de entonces, no se ha retirado ni se ha retractado de ese acontecimiento definitivo, que ha cambiado la vida del mundo y sigue, como un “Bing Bang” redentor, expandiendo su energía salvadora en el tiempo y en el espacio de cada uno y de todos, a la vez que pide nuestra colaboración para que su amor llegue hasta los confines del universo.



     Dios sigue viviendo como hombre en Jesús resucitado. Esa Humanidad Santísima está en el seno de la Trinidad. El vencedor de la Cruz sigue intercediendo por nosotros ante Dios Padre. Sigue presente, también, en esta tierra especialmente en la Iglesia y en su misión, actuando por medio del Espíritu Santo en los corazones y en las culturas que le acogen. Sigue naciendo cada vez que alguien se abre al Amor con mayúsculas (el de Dios) o al amor hacia los demás, que es, según San Juan, camino y manifestación, al menos incipiente y siempre necesario, del amor a Dios.

     La Navidad sólo sucedió históricamente “de una vez por todas”. Pero, al ser Dios su protagonista principal, no es algo que simplemente pasó; sino que sigue siendo plenamente actual. No sólo en el “Hoy” eterno de Dios, sino también en nuestras vidas, que se abren mediante la fe a la vida de Dios, permitiéndonos vivir y comprender los valores eternos, mientras tratamos de reproducirlos en nuestra existencia ordinaria. Lo hacemos, ciertamente, en la medida de nuestras modestas posibilidades; pero a la vez, y esto es lo fascinante, estamos llamados a realizarlo con la vida misma de Dios (el cristiano pertenece al Cuerpo místico de Cristo); con su fuerza redentora y salvadora, siempre amable; con su luz reveladora y maravillosa.

     La Navidad celebra este nacimiento y esta vida de Dios entre los hombres y de los hombres con Dios. Un nacimiento y una vida que, según la fe cristiana, tienen una referencia al pasado, y, a la vez, son plenamente actuales y condición para la vida plena en el futuro de los hombres.


¿Cómo vivir la Navidad en cristiano?

     De todo ello cabe deducir cómo se puede hoy “vivir la Navidad en cristiano”.

     Quizá, apurados por la crisis económica, no podamos contemplar tantas luces en las calles y en los comercios; pero eso nos puede descubrir que la luz que más espera el Niño es la de nuestra vida.

     Puede que hayan disminuido los símbolos cristianos de ese acontecimiento, el nacimiento de Dios en el tiempo, que celebramos; pero es el cristiano el que debe ser, en su propio ambiente, testigo y signo vivo de Cristo.

     Tal vez los “Nacimientos” o los “Belenes” serán en algunos lugares más discretos o menos vistosos; pero los que se ponen (con sus figuritas ingenuas, el musgo y las casas de corcho) seguirán representando el Amor, y la respuesta que espera de cada uno, como realidad que llena de sentido la historia.

     Quizá se reduzca la calidad y variedad de una ideal “mesa navideña”; en todo caso el altar sobre el que se pone pan y vino significa el corazón de los cristianos, que elevan hacia Dios la ofrenda de su existencia cotidiana en acción de gracias por hacernos participar de su vida, unidos al corazón de Cristo. Y es que Belén y el Calvario son inseparables.

     Incluso aunque volviéramos a “tiempos mejores” en el espejismo de un engañoso espíritu navideño, nuestro vivir la Navidad no sería auténtico si no existiera una preocupación “real” por acercarnos de nuevo o más intensamente a Dios, a través de la oración y de los sacramentos (especialmente la Confesión y la Eucaristía) y de las obras del amor. Es decir, con un desvelo “real” por los que están a nuestro lado en la familia, en el trabajo y en la calle; especialmente por los que no tienen hogar o compañía, o carecen de ropa o de comida, o por los que están enfermos, en estos días.

     Así Dios ha de nacer de nuevo en el corazón de cada cristiano, como condición para que pueda nacer en otros corazones. Pero hay que dejarle nacer en la mirada y en los hechos. Así la Navidad permitirá dejar que se hagan realidad los sueños.


Navidad en y desde la familia

     La Navidad es la fiesta de la alegría porque es la fiesta de la fe que se hace vida. Sobre la base de la Encarnación de Dios, la Navidad es igualmente la fiesta de la familia y de la amistad. Por eso decía Guardini: “Todo regalo debe ser en el fondo un símbolo del único gran regalo, en que Dios entregó a su Hijo por la salvación del mundo (1 Jn 4, 9s)”.

     Dentro de la familia, vivir la Navidad en cristiano significa, por ejemplo, el “volcarse” de unos con otros en costumbres que vale la pena mantener o recuperar: el belén, el árbol, los villancicos; alguna comida más especial, conversaciones y paseos familiares, atención particular a los más pequeños, a los ancianos y a los enfermos; gestos concretos de desprendimiento personal, por parte de todos los miembros de la familia, a favor de quienes, ahí afuera, no tienen nada o casi nada. Eso para empezar, pero aún hay más.

     Imaginaba Guardini que María le habría contado a San Juan acerca de su anhelo por esperar al Mesías, muchos años atrás. Para ella esa venida era muy diferente de la liberación terrena y glorificación humana que esperaban muchos. “Quizá en ella había también un presentimiento, que no habría podido explicar ella misma; una sensación de que la misteriosa figura del que ‘había de venir’ la afectaba muy personalmente a ella...”

     Esto sucede de alguna manera con cada cristiano. La venida de Jesús y la Navidad nos afecta siempre de manera irrepetible, porque “cristiano” quiere decir continuador, como signo e instrumento, de la misión de Cristo, ungido por su Espíritu. Y por eso, la Navidad es a la vez la fiesta de la fe que se comunica, también en y por las familias (los padres y madres son los primeros apóstoles de sus hijos).

     De ahí la importancia, en estos días, de cuidar las oraciones especialmente de los niños, bendecir la comida al menos en las fiestas, participar en la Misa, que es siempre el centro de la fiesta cristiana, manifestar la vida cristiana en el amor al prójimo. Y todo ello desde el seno de esta familia de Dios (la Iglesia), que nace con Jesús.

     “Esta nueva familia de Dios comienza en el momento en el que María envuelve en pañales al ‘primogénito’ y lo acuesta en el pesebre. Pidámosle: Señor Jesús, tú que has querido nacer como el primero de muchos hermanos, danos la verdadera fraternidad. Ayúdanos para que nos parezcamos a ti. Ayúdanos a reconocer tu rostro en el otro que me necesita, en los que sufren o están desamparados, en todos los hombres, y a vivir junto a ti como hermanos y hermanas, para convertirnos en una familia, tu familia” (Benedicto XVI, Homilía en la Misa de Nochebuena, 25-XII-2010).





(publicado en www.religionconfidencial.com, 19-XII-2011

viernes, 16 de diciembre de 2011

Compartir lo valioso

Fotograma de "Qué bello es vivir" (It's a Wonderful Life, F. Capra, 1946),
según Wikipedia, "la película que más se ha emitido 
en las televisiones de todo el mundo durante las fechas navideñas"


Navidad y en nuestro país los Reyes, incluso en época de crisis y de “recortes”, son tiempos de regalos. Y los mejores regalos no tienen por qué ser caros, económicamente hablando. Es cierto que hablamos de cosas que, al ser escasas, valen más que otras. Es decir, de cosas valiosas, y cuando no son cosas, de valores.


Lo valioso y los “valores”

     En sus lecciones de Ética, dice Guardini (BAC, Madrid 1999) que en el encuentro con la realidad, además del conocimiento y de la acción, importa mucho la experiencia del valor de esa realidad. Eso depende de su color, su brillo o su forma; depende de su naturaleza, su intensidad y su rango; de qué es y cómo es. Los valores son “formas” en que captamos el bien que nos atañe. Y desencadenan en nosotros una reacción natural: un apetito, un deseo de tener, de poseer. Una actitud madura en relación con los valores “significa dar pasos en la superación de los deseos de tener, utilizar y dominar”. Esto puede hacerse, por ejemplo, regalando algo de valor; puesto que ahí se manifiesta la atención hacia un tú, la capacidad para sentir el valor en relación con el otro.

     En referencia no ya no a un objeto valioso, sino a las personas, hablamos de “desprendimiento de uno mismo” para expresar que alguien es capaz de querer el bien para otro sin acordarse del propio yo. Ésta sería, en efecto, una dimensión necesaria en toda formación en los valores, dimensión que podría expresarse así: no existen sólo los valores para mí, sino también o, mejor, “ante todo” para los demás.

     Al llegar la Navidad, vienen a la memoria tantos ejemplos de padres y madres que disfrutan simplemente haciendo felices a los que les rodean, antes de pensar qué quieren para sí mismos.

     En este sentido, continúa Guardini, “la salud espiritual, la libertad, la gloria y la dignidad de una época o de una sociedad dependen, en el fondo, de si viven en ella hombres llenos de pasión por los valores, que lo cifren todo en que tales valores se realicen, olvidándose de sí mismos”.

     Por ejemplo, ante las cualidades de otro, puedo experimentar cierto enojo o molestia porque es mejor que yo en algo. Esto se llama envidia. Si la rechazo y le reconozco al otro el derecho a ser así, más aún, me alegro por ello, entonces me sitúo en la línea del amor. Y así puedo llegar a compartir de algún modo profundo esos valores: he descubierto, reconozco y valoro esas cualidades, aunque yo no las tenga.

     Y así se llega a la cuestión que nos interesa: ¿qué significa exactamente compartir un valor o participar de un valor?


Compartir los valores

     Volviendo sobre el fenómeno de los valores, observa Guardini que se manifiestan ante el hombre con una cierta sacudida, ante la que él responde con una vibración (podemos nosotros recordar a Golum, cuando se encuentra por primera vez con el anillo: ¡Mi tesoro!). Es lo que Platón llamaba “eros” y que en su forma más elemental significa la codicia, el deseo de tener. Este deseo duerme en todo hombre y se despierta ante lo bello o lo valioso (que para los griegos viene a significar lo mismo). A medida que el hombre va madurando, va desapareciendo la referencia al yo, y “queda la voluntad pura de que impere el valor, de que el bien resplandezca, de que exista la nobleza”. Así se alcanza la participación (=Symposion) de los valores. Una de las formas supremas de afirmar el valor es la gratitud por el hecho de que ese valor sea realidad: “Te agradezco que existas”.

     Con nuestras palabras, diríamos: compartir los valores –lo que implica valorar con madurez la realidad, puesto que los valores son para todos–, supone pasar del afán posesivo a la capacidad de donación: pasar del individualismo al amor. Es lo que Benedicto XVI explicaba en su primera encíclica al exponer el paso del eros al agapé.

     ¿Cómo o con qué se siente un valor? Según San Agustín, con el corazón. Pero corazón no significa sentimentalismo por oposición a lo “racional” (lo que según Guardini es una deformación introducida por el racionalismo); sino que simboliza el “valor total” de la persona, su capacidad de personalizar los valores y en último término, de amar. Así se manifiesta sobre todo en la Biblia y, en nuestra cultura, en Dante, Pascal y lo mejor del personalismo contemporáneo.

     Por eso es tan importante “tener corazón” y educar el corazón, como tarea de toda la vida; porque madurar es aprender a compartir los valores. Es una dimensión que hoy se echa en falta tantas veces en la educación no sólo escolar, también familiar.


Vivir de verdad es compartir los valores

     A propósito de los valores ha señalado Benedicto XVI: “El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un orden social justo y pacífico, a nivel nacional e internacional” (Mensaje en la Jornada de la Paz, 1-I-2011).

     En efecto, observa el Papa, el Evangelio inspira y educa una visión del mundo y del hombre que libera valores culturales, humanísticos y éticos. Abre a una sabiduría que se concreta en proyectos de bien. Contrarresta la tentación de instrumentalizar la ciencia como puro medio de poder y de esclavitud del hombre (cf. Discurso en la Universidad Católica del Sacro Cuore, 21-V-2011).

     Los auténticos valores son los conformes a la verdad racional sobre las grandes cuestiones y los problemas éticos del hombre. Por eso, para afrontar la “emergencia educativa” ––dijo en Cagliari– “hacen falta padres y formadores capaces de compartir todo lo bueno y verdadero que han experimentado y profundizado personalmente” (Encuentro con los jóvenes, 7-IX-2008). Cierto, porque vivir es compartir lo valioso.

     En todo tiempo podemos compartir las virtudes, que son los valores personalizados y convertidos en hábitos buenos, y los ideales dignos de ese nombre, también porque se buscan en el mayor respeto a las personas.


Navidad, tiempo de compartir

     La Navidad es un buen tiempo para una conversión profunda hacia los valores verdaderos, en dirección contraria al egoísmo, al individualismo y al consumismo. Porque Dios ha venido haciendo  visible el Amor, la Navidad es el corazón del mundo.

     También brinda ocasión para compartir costumbres tradicionalmente cristianas: villancicos, belén, árbol, adornos, que hay que preparar (quizá ahora con lo que hay guardado y “rejuvenecido”…) y disfrutar.

     Eso es compartir “cosas valiosas”, como lo es compartir otras igualmente sencillas: el alimento o el tiempo con quien los necesita; un concierto, una película, una visita a un “Nacimiento” especialmente artístico, o a un buen museo; un bello paisaje de montaña o al borde del mar; una conversación en familia o entre amigos, alrededor de la chimenea o en otro lugar sereno.

     Este compartir lo de los demás, vuelve “más valiosos” a todos los que se implican, hace adquirir un valor añadido, un regalo no de usar y tirar, sino que permanece.


(publicado en www.cope.es, 15-XII-2011)

jueves, 8 de diciembre de 2011

Hacerse cargo

Leonid Afremov, Parque en otoño

Los especialistas suelen decir que es difícil comprender a un enfermo mental, a menos que hayas pasado por su enfermedad. Esto puede suceder no sólo con los enfermos mentales, sino con todos los enfermos y aún los sanos. Cada uno es muy sensible a lo que le afecta de verdad, pero a veces ¡tan poco! sensible por lo que afecta a los demás. Pero no hay que caer en el pesimismo: es difícil comprender, no imposible, sobre todo para un cristiano que se esfuerce en vivir la caridad.


Comprender: tarea dífícil, pero no imposible

      Según el diccionario, “hacerse cargo” significa tomar sobre sí un asunto, formarse la idea de algo, considerar todas las circunstancias de un caso. Cuando se trata de personas hay que suponer que, en principio, no terminamos de “hacernos cargo” totalmente de la situación de las otros, aunque hayamos vivido largo tiempo con ellos. Y es que somos diferentes de carácter, quizá hemos sido educados de forma diferente, tenemos experiencias diferentes, ilusiones diferentes y las heridas nos han dejado cicatrices diferentes. Por eso nos enfadamos con frecuencia si nos llevan la contraria, o al menos, nos desconcertamos. No comprendemos.


Atención, oración, acción

      Por eso, antes de juzgar a una persona –suele citarse como proverbio indio–, hay que caminar tres lunas en sus mocasines. Se requiere un esfuerzo continuo –que no cuesta tanto si uno la quiere de verdad– apoyado en la oración, para ponerse en el lugar del otro. Y seguir luego reflexionando y observando, ¡rezando y actuando!, quizá en detalles que él o ella no percibirán, para poder ayudarle de verdad. Y tal vez pasado el tiempo se puede llegar a comprender mejor aquello que no se comprendía, porque no se sabían los antecedentes, las circunstancias, los contextos. Y entonces puede que se descubra que aquella persona no podía pensar de otra forma, o debía actuar así y tenía mucho mérito al hacerlo. O no se descubre del todo, porque una parte de ese misterio que cada uno lleva dentro sólo la conoce Dios y cuenta con eso (¡la cruz!), para cambiar cosas que no pueden ser cambiadas de otra manera.

      En cuanto a los enfermos, decía el doctor don Eduardo (Ortíz de Landázuri) que el paciente siempre tiene razón. Y así es, porque, aunque no se tratara de un problema orgánico, su dolencia puede ser psicológica, o tal vez espiritual. En todo caso necesita ayuda y se la deben especialmente quienes le atienden en un hospital o en su casa.


Respeto a los demás, coherencia personal, responsabilidad

     La educación, la experiencia y una vida coherente contribuyen mucho en este “hacerse cargo” de las personas y sus situaciones. Esto se espera, desde luego, de un cristiano que hace oración. Escribe Gustave Thibon: “Cuando te digo: ‘rezo por ti’, esto no significa que de vez en cuando musite algunas palabras pensando en tu recuerdo, sino que quiero cargar sobre mis espaldas con toda tu responsabilidad, que te llevo dentro de mí como una madre lleva a su hijo, que deseo compartir, y no sólo compartir, sino atraer enteramente sobre mí todo el mal, todo el dolor que te amenaza, y que ofrezco a Dios toda mi noche para que Él te la devuelva transformada en luz”. ¿No es eso lo que hizo Cristo?

     Josemaría Escrivá señalaba: “Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama”. Sin pretender una exclusividad, el “hacerse cargo” es característico del cristianismo coherente.

     En su segunda encíclica, sobre la esperanza (Spe salvi), dice Benedicto XVI: “La capacidad de aceptar el sufrimiento y a los que sufren es la medida de la humanidad que se posee”.



Publicado en www.ssbenedictoxvi.org -Mexico- el 17-IX-2008

Reproducido en el libro 
"Al hilo de un pontificado: el gran sí de Dios"
ed. Eunsa, 2010

viernes, 2 de diciembre de 2011

Pedagogía de la caridad

P. Cavallini, La Anunciación (h. 1291), detalle

Con este título no se quiere indicar sólo una pedagogía caracterizada por la caridad o encaminada a la caridad; sino que la caridad misma tiene una importante función pedagógica, que nada puede sustituir. Por eso la educación en la fe requiere de la caridad, para ser una fe viva y operativa, como ya decía San Pablo: “la fe actúa por la caridad” (Ga 5, 6).


El amor lleva a escuchar, observar y discernir


      Benedicto XVI lo ha subrayado en un discurso con motivo del 40 aniversario de Caritas italiana (24-XI-2011). Ha dicho algo que vale para todo cristiano, puesto que es lo característico del cristiano: “Cada uno (...) está llamado a dar su contribución para que el amor con el que Dios nos ama desde siempre y para siempre se convierta en actividad de la vida, en fuerza de servicio y en conciencia de responsabilidad”. Pues realmente el “amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5,14), Y esto, aunque el camino se haga cuesta arriba, y el esfuerzo parezca no dar resultados.

      La caridad debe llevar a escuchar: “Ciertamente, escuchar para conocer, pero también para hacerse prójimo, para sostener a las comunidades cristianas en la ayuda a quien necesita sentir el calor de Dios a través de las manos abiertas y disponibles de los discípulos de Jesús”. Por eso lleva también a observar, a ser “capaces de comprender y hacer comprender, de anticipar y prevenir, de sostener y proponer soluciones en la línea segura del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia”.

      Cierto. Esta pedagogía de la caridad, que enseña a escuchar y atender las necesidades de los demás, se hace hoy más urgente. Implica que las comunidades cristianas (la Iglesia como tal, a nivel universal o local, o las familias cristianas, las parroquias o las escuelas, los asociaciones y estructuras pastorales de la Iglesia) se planteen continuamente (el Papa habla aquí de “discernimiento”) las necesidades que surgen por todas partes.

      Así lo dice el Papa: “El individualismo de nuestros días, la presunta suficiencia de la técnica, el relativismo que influye en todos, exigen suscitar en personas y comunidades formas más elevadas de escucha, capacidad de apertura de la mirada y del corazón a las necesidades y los recursos, hacia formas comunitarias de discernimiento sobre el modo de ser y de situarse en un mundo en produnda transformación”.

      En efecto. Y esto no es exclusivo de Caritas, institución que tiene en el mundo entero, a nivel universal y local, un merecido prestigio por su buen hacer.



La pedagogía de Jesús

      De hecho Benedicto XVI invita a abrir las páginas del Evangelio para dejarse conmover por los “gestos” de Jesús: “Gestos que transmiten la Gracia, que educan en la fe y el seguimiento; gestos de curación y acogida, de misericordia y esperanza, de futuro y compasión; gestos que inician o perfeccionan una llamada a seguirlo y que desembocan en el reconocimiento del Señor como única razón del presente y del futuro”. Y esta pedagogía de Jesús, añade, es la pedagogía propia de la caridad; pues toda obra de caridad “habla de Dios, anuncia una esperanza, induce a plantearse interrogantes”.

      ¿En qué consiste propiamente esta pedagogía? ¿Bajo qué condiciones las obras de caridad –y en general toda la vida cristiana, pero de modo más concreto las obras de misericordia, como visitar a los enfermos, dar limosna, atender a los pobres, etc.– son “pedagógicas”?



Las condiciones: motivación interior y autenticidad del testimonio

      Según el Papa, la condición para que las obras de caridad sean “pedagógicas”, no puede ser otra que la de preocuparse “sobre todo por la motivación interior que las anima, y por la calidad del testimonio que dan”. Al ser obras de la fe, expresan la misión de los cristianos, que implica la promoción humana integral: “Son acciones pedagógicas, porque ayudan a los más pobres a crecer en su dignidad, a las comunidades cristianas a caminar en el seguimiento de Cristo, a la sociedad civil a asumir conscientemente sus propias obligaciones”. Y todo ello supone la justicia, para que no se dé como caridad lo que se debe como justicia.

      Deduce Benedicto XVI que la caridad lleva a saber descubrir, en la vida de las personas, sus dificultades y preocupaciones, así como las oportunidades y las perspectivas. “La caridad pide apertura de la mente, amplitud de miras, intuición y previsión, y un ‘corazón que ve’” (cf. Deus caritas est, 25). Y así, “responder a las necesidades no sólo significa dar pan al hambriento, sino también dejarse interpelar por las causas por las que tiene hambre, con la mirada de Jesús, que sabía ver la realidad profunda de las personas que se acercaban a él”.

      Y esto, no en general, sino teniendo en cuenta fenómenos tan concretos y actuales como las migraciones o las emergencias que provocan las calamidades naturales y las guerras; la crisis económica global, como signo de los tiempos que pide la valentía de la fraternidad; las diferencias entre Norte y Sur y las lesiones de la dignidad humana; los problemas de las familias y de los jóvenes, etc.



Acercarse a los necesitados

      Este planteamiento desemboca en un principio luminoso, profunda y esencialmente cristiano: “La humanidad no sólo necesita bienhechores, sino también personas humildes y concretas que, como Jesús, sepan estar al lado de los hermanos, compartiendo algo de su sufrimiento”.

       Lo que el Papa señala aquí, sirve efectivamente para todos los cristianos. Vale no sólo para el cristiano singular, sino para toda comunidad, familia e institución animada por el Evangelio. Hay que organizar de alguna manera esta “escuela de la caridad”, cuidando la motivación interior y la autenticidad del testimonio que de ahí se deriva. Y se puede hacer de formas muy distintas. Pero lo importante es caer en la cuenta, impulsarlo, enseñarlo, pasando por encima de las dificultades reales o aparentes.

      La petición no puede ser más clara: “Ayudad la Iglesia a hacer visible el amor de Dios. Vivid la gratuidad y ayudad a vivirla. Recordad a todos la esencialidad del amor que se hace servicio. Acompañad a los hermanos más débiles. Animad a las comunidades cristianas. Decid al mundo la palabra del amor que viene de Dios. Buscad la caridad como síntesis de todos los carismas del Espíritu (cf. 1 Co 14, 1)”.

      Concluyendo, una vez más Benedicto XVI enuncia claramente la necesidad de que los cristianos vivamos la caridad “de verdad”, pues sólo así tendrá eficacia pedagógica para llevar a otros hacia Dios. Pero esto requiere compromiso y esfuerzo para acercarse a los necesitados.



(publicado en www.analisisdigital.com, 2-XII-2011)

lunes, 28 de noviembre de 2011

Sencillez de la esperanza



El viaje de Benedicto XVI a África, para entregar la exhortación apostólica Africae munus, “al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz” (19-XI-2011), se ha celebrado bajo el signo de la esperanza y la sencillez; o quizá mejor, la sencillez de la esperanza.

      En el encuentro con las personalidades políticas y los representantes de las religiones (19-XI-2011), el Papa se refiere a África como continente de la esperanza, sin pretender una retórica fácil.


Sabiduría ética y fe cristiana

     Más allá de las visiones reductivas e irrespetuosas respecto del continente, Benedicto XVI lo ve, efectivamente, desde la esperanza:

      “Hablar de la esperanza es hablar del porvenir y, por tanto, de Dios. El futuro enlaza con el pasado y el presente. El pasado lo conocemos bien: lamentamos sus errores y reconocemos sus logros positivos. El presente, lo vivimos como podemos. Lo mejor, lo espero aún y con la ayuda de Dios”. Les invita a no privar a sus pueblos de la esperanza, y para ello les aconseja: “Tened un enfoque ético valiente en vuestras responsabilidades y, si sois creyentes, rogad a Dios que os conceda sabiduría”. Una sabiduría no fácil, pero que capacita para servir a todos, por encima de los intereses privados, que fácilmente ciegan el poder.

      La esperanza cristiana no paraliza. Al contrario, observa el Papa, contar con Dios lleva a “una esperanza que genera energía, que estimula la inteligencia y da a la voluntad todo su dinamismo”, para buscar la libertad y la justicia. Como decía el cardenal Saliège, de Tolouse, “esperar no es abandonar; es redoblar la actividad”. Y concluye Benedicto XVI: “Desesperar es individualismo. La esperanza es comunión”. Es la sencillez que brota de la fe cristiana.


El auténtico diálogo interreligioso arranca del amor a la verdad

      En este mismo marco de esperanza, se sitúa la cooperación entre las diferentes culturas y religiones. Ninguna de ellas puede justificar el recurso a la intolerancia o a la violencia. Concretamente, “utilizar las palabras reveladas, las Sagradas Escrituras o el nombre de Dios para justificar nuestros intereses, nuestras políticas tan fácilmente complacientes o nuestras violencias, es un delito muy grave”.

      Les señala cómo el auténtico diálogo interreligioso debe partir de que sólo puedo conocer y amar al otro, si me conozco y amo a mí mismo. Y esto sólo puede hacerse desde el encuentro con Dios y la oración. De aquí resulta que la verdad no es excluyente del otro, ni lleva a la confusión o al sincretismo. No se dialoga por debilidad sino en el amor a la verdad, como forma de amar a Dios y al prójimo. Este diálogo, que debe enseñarse especialmente a los jóvenes, puede tener diversas formas, como es la cooperación en el ámbito social y cultural. Y todo ello se condensa bien en la imagen de la mano: compuesta de cinco dedos, se extiende para dar y recibir, cuidar y ayudar, no para matar o hacer sufrir. Gráfico y sencillo.



Servicio y oración

      Al día siguiente, durante la Misa en el Estadio de la Amistad (Cotonú), les muestra la humildad de Cristo Rey: “Para Él, reinar es servir. Y lo que nos pide es seguir por este camino para servir, para estar atentos al clamor del pobre, el débil, el marginado”. Esto puede comportar sacrificios, pero conduce a la verdadera libertad, felicidad y paz con nosotros mismos, con los demás y con Dios.

      Un momento de especial intensidad es el encuentro con los niños de la parroquia de Santa Rita (Cotonú) y en el hogar “Paz y Alegría”, de las misioneras de la Caridad. En Santa Rita, el Papa se pone a su nivel, para explicarles que cuando se recibe la primera comunión, Jesús viene a habitar en el alma. Y por eso le podemos pedir que nos ayude a amarle y amar a los demás con su amor; y confiarle nuestras alegrías y penas, y nuestro futuro. Les invita a encontrar ratos de conversación con Jesús ante una Cruz o una imagen, a usar el Evangelio, a rezar el Rosario a la Virgen.


Opción por la sencillez

      Todo sencillo. Como sencilla fue la llamada a los Obispos, a los sacerdotes, a los seminaristas, a los religiosos y a los laicos, para renovar la vida cristiana de acuerdo con la condición y la misión de cada uno.

      A su regreso, ha dicho Benedicto XVI: “En África he visto una frescura del sí a la vida, una frescura del sentido religioso y de la esperanza, una percepción de la realidad, en su totalidad con Dios y no reducida a un positivismo que, al final, apaga la Esperanza” (Audiencia general, 23-XI-2011).

      En África se ha vuelto a poner de manifiesto la opción por los sencillos, que son los más grandes, y lo sencillo. Una opción coherente con las necesidades actuales allí (léase la rueda de prensa durante el vuelo a Benin) y otras necesidades en todo el mundo. Una opción sabia y esforzada.



(una primera versión se publicó en www.cope.es, 28-XI-2011)

Dios y nosotros


“La cuestión de Dios hoy” no es tema sólo para los no creyentes. Lo ha abordado Benedicto XVI en la sesión plenaria del Consejo Pontificio Consejo para los laicos (25-XI-2011), señalando certeramente el rumbo. Y atención a los matices.


La cuestión de Dios es "la cuestión de las cuestiones"

      El punto de partida es que la cuestión de Dios es siempre el principio de la misión evangelizadora de la Iglesia. Esta misión incluye esencialmente proponer siempre el “recomenzar desde Dios”. De hecho “una mentalidad que se ha ido difundiendo en nuestro tiempo, renunciando a toda referencia a lo trascendente, se ha mostrado incapaz de comprender y preservar lo humano”. Y estas son las consecuencias: “La difusión de esta mentalidad ha generado la crisis que vivimos hoy, que es crisis de significado y de valores, antes que crisis económica y social”. El motivo: “el hombre que busca existir sólo de modo positivista, en lo calculable y en lo mensurable, al final queda asfixiado”.

      En este marco, deduce el Papa, “la cuestión de Dios es, en cierto sentido, ‘la cuestión de las cuestiones’”, pues “nos remite a las preguntas fundamentales del hombre, a las aspiraciones a la verdad, la felicidad y a la libertad ínsitas en su corazón, que tienden a realizarse”. De hecho, “el hombre que despierta en sí mismo la pregunta sobre Dios se abre a la esperanza, a una esperanza fiable, por la que vale la pena afrontar el cansancio del camino en el presente” (cf. enc. Spe salvi, n. 1). Empezar de nuevo con Dios es también una de las conclusiones de su libro entrevista “Luz del mundo” (2010).


A Dios se le encuentra a través de quienes le conocen

      A continuación, se pregunta Benedicto XVI: "¿Cómo despertar la pregunta sobre Dios? Teniendo en cuenta que comenzar a ser cristiano no es una decisión ética o una gran idea sino el encuentro con un acontecimiento con una Persona, Cristo (cf. Deus caritas est, 1), “la cuestión sobre Dios se despierta en el encuentro con quien tiene el don de la fe, con quien tiene una relación vital con el Señor”. Es decir, “a Dios se lo conoce a través de hombres y mujeres que lo conocen”. Con otras palabras: “El camino hacia él pasa, de modo concreto, a través de quien ya lo ha encontrado”.

      Es aquí, continúa el Papa, donde los fieles laicos tienen un papel importante. Según la exhortación Christifideles laici, ellos tienen como vocación propia, dentro de la misión de la Iglesia, por motivo de su “índole secular”, como modalidad propia e insustituible, la animación cristiana del orden temporal (cf. n. 36). Esto significa, en nuestro tiempo, lo siguiente: “Estáis llamados a dar un testimonio transparente de la importancia de la cuestión de Dios en todos los campos del pensamiento y de la acción”.

      Con ello se sitúa a los fieles laicos en la vanguardia de la Nueva evangelización, precisamente porque ellos son los que de modo más concreto pueden proponer a todos los que les rodean la cuestión de Dios. Más concretamente: “En la familia, en el trabajo, así como en la política y en la economía, el hombre contemporáneo necesita ver con sus propios ojos y palpar con sus propias manos que con Dios o sin Dios todo cambia”.


Comenzar por "Dios y nosotros"

      Entonces, cabría pensar, lo que se dice es que la cuestión de Dios es cosa que los fieles laicos han de proponer a “los otros”, es decir, a los no creyentes. Pues sí, pero no sólo eso; porque en relación con Dios, nunca se trata primero de “los otros” sino de “nosotros”: y ante todo, me afecta a mí personalmente y como miembro del “nosotros” eclesial.

      Lo expresa con claridad Benedicto XVI: “El desafío de una mentalidad cerrada a lo trascendente obliga también a los propios cristianos a volver de modo más decidido a la centralidad de Dios”. Se detiene explicando cómo “a veces nos hemos esforzado para que la presencia de los cristianos en el ámbito social, en la política o en la economía resultara más incisiva, y tal vez no nos hemos preocupado igualmente por la solidez de su fe, como si fuera un dato adquirido una vez para siempre”. Es éste un argumento que aparece también en la carta reciente Porta fidei (cf. n 2): la fe no se puede dar por supuesta, sobre todo cuando se trata de una fe vivida.

      ¿Y por qué ahora no hay que dar por supuesta la fe? Porque los cristianos no son ni extraterrestres, ni seres angélicos o espíritus puros que sobrevuelan un mundo en crisis de fe.

      Es el argumento del Papa: “En realidad los cristianos no habitan un planeta lejano, inmune a las ‘enfermedades’ del mundo, sino que comparten las turbaciones, la desorientación y las dificultades de su tiempo”.

      En consecuencia: “Por eso, no es menos urgente volver a proponer la cuestión de Dios también en el mismo tejido eclesial”. De hecho, observa, “¡Cuántas veces, a pesar de declararse cristianos, de hecho Dios no es el punto de referencia central en el modo de pensar y de actuar, en las opciones fundamentales de la vida”.

     Dios y nosotros. Así se titulaba un libro de Jean Daniélou, publicado poco antes del Concilio Vaticano II. Y esa sigue siendo, agudizada, con sus desafíos y sus horizontes, hoy la cuestión. 


Formación para la conversión y la Nueva evangelización

      Al hablar de los cristianos, es claro que incluye a toda la Iglesia, el “nosotros” de los cristianos. No se trata de un problema “sólo” de los fieles laicos; si así fuera, y si esto lo dijeran los clérigos, podría sonar a un cierto paternalismo, de quienes tienen a su cargo a “otros”. Pero no. Esto nos implica a todos los cristianos. También, por tanto, a los ministros sagrados y a la miembros de la vida religiosa.

      Así llega Benedicto XVI a lo que denomina la primera respuesta: “La primera respuesta al gran desafío de nuestro tiempo es, por lo tanto, la profunda conversión de nuestro corazón, para que el Bautismo que nos ha hecho luz del mundo y sal de la tierra pueda verdaderamente transformarnos”.

      Y como la conversión personal es la primera respuesta, de ahí arrancan, para la formación de todos (también de los laicos, pero no sólo de ellos), preguntas bien concretas. Por ejemplo: ¿cómo posibilitar esa conversión a los cristianos, según su propia condición; ese comenzar por Dios, personalmente y desde el “nosotros” de la Iglesia, que se traduzca en autenticidad de vida y por tanto de misión? ¿Qué itinerarios de fe, de formación para los sacramentos, de vida moral y de oración hay que recorrer? ¿Y cómo hacerlo en la vida familiar y profesional, cultural y social?




(publicado en www.religionconfidencial.com, 28-XI-2011)

sábado, 26 de noviembre de 2011

Adviento: puerta de la esperanza


Un hombre había perdido la “memoria del corazón”. Aquél hombre “había perdido toda la cadena de sentimientos y pensamientos que había atesorado en el encuentro con el dolor humano”. ¿Por qué sucedió esto y qué consecuencias tuvo? “Tal desaparición de la memoria del amor le había sido ofrecida como una liberación de la carga del pasado. Pero pronto se hizo patente que, con ello, el hombre había cambiado: el encuentro con el dolor ya no despertaba en él más recuerdos de bondad. Con la pérdida de la memoria había desaparecido también la fuente de la bondad en su interior. Se había vuelto frío y emanaba frialdad a su alrededor”.

      Es ésta una historia de Navidad de Charles Dickens, resumida por Joseph Ratzinger en una de sus meditaciones de los años 80 (publicadas en castellano con el título “El resplandor de Dios en nuestro tiempo”, Herder 2008).


La experiencia de la bondad


      Resulta interesante que lo que aquí se llama “memoria del corazón” o “memoria del amor” surja de los encuentros con el dolor. Esto ilumina una profunda verdad: normalmente percibimos que cualquier persona es digna de ser ayudada en su necesidad, porque pertenecemos todos a una sola familia humana. Los cristianos sabemos que somos imagen de Dios y estamos llamados a ser hijos de Dios. La conciencia de esa necesidad suscita en nosotros el deseo de hacer el bien. Y todo eso queda en la memoria como un tesoro, que nos permite seguir creyendo en el bien y la capacidad de hacer el bien, y seguir haciéndolo, amando. Sabemos, por experiencia, que necesitamos de los demás y que ayudándoles nos hacemos nosotros mismos mejores y contribuimos al progreso del mundo. Por eso quien no ha tenido la experiencia de la bondad, o ha perdido la memoria de la bondad, es difícil que tenga esperanza. 




      A los replicantes de la película Blade Runner (Ridley Scott, 1982) –robots de aspecto humano– les habían implantado recuerdos y sentimientos artificiales; pero ellos habían llegado a sospecharlo, y, como sabían su fecha de caducidad, se rebelaron contra su “creador” y contra la autoridad establecida, porque querían seguir viviendo.

      Como cristianos, es el Espíritu Santo el que nos une y nos vivifica en la familia de Dios. Nos hace progresar por medio de la fe, de la esperanza y del amor. Uno de los modos principales en que lo hace es a través de la liturgia de la Iglesia, como sucede en el Adviento.


Despertar la esperanza


      “El Adviento –decía Joseph Ratzinger en su meditación– quiere despertar en nosotros el recuerdo propio y el más hondo del corazón: el recuerdo del Dios que se hizo niño. Ese recuerdo sana, ese recuerdo es esperanza”. El Adviento, puerta del año litúrgico, nos introduce en esa “historia de los recuerdos” más valiosos (la historia de nuestra salvación). Nos ayuda a “despertar la memoria del corazón y, de ese modo, aprender a ver la estrella de la esperanza”.


      En el Adviento podemos hacer que esos grandes recuerdos de la humanidad, que guarda la tradición cristiana, se vayan integrando en nuestros recuerdos personales y los vayan alimentando. Y observaba el cardenal Ratzinger: “Seguramente cada uno de nosotros puede contar en ese sentido su propia historia de lo que significan para su vida los recuerdos festivos de Navidad, de Pascua o de otras celebraciones”.

      Hoy parece amenazada, en muchos cristianos, esta “memoria del corazón” que es el año litúrgico, por falta de experiencia y de conocimiento. Por eso es importante reestrenar el Adviento. De la mano del Espíritu Santo y de María, especialmente en las semanas previas a la Navidad hay que desempolvar los recuerdos del bien y enriquecerlos viviendo con intensidad la liturgia y sirviendo a los demás, para mantener abierta la puerta de la esperanza.

      En el Adviento de 2010, Benedicto XVI señalaba: “El hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra ‘estatura’ moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos”. Y exhortaba a preguntarse, durante la preparación de la Navidad: “Yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón?”. Y también, en el plano de la familia, de la comunidad o de la nación: “¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué es lo que une nuestras aspiraciones?”




(publicado en  www.cope.es, 29-XI-2010)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Política y santidad

Santo Tomás Moro (1478-1535), lord canciller de Inglaterra.
Juan Pablo II lo nombró en 2000 patrono de los políticos y los gobernantes.
Su vida se representa en la película "Un hombre para la eternidad" 
(A man for All Seasons, F. Zinnemann, 1966)
 

En época de elecciones viene bien reflexionar sobre la relación entre política y santidad. Decía Max Weber que al político le corresponde la “ética de la responsabilidad” (actuar previendo todas las consecuencias), mientras que al santo le conviene la “ética de la convicción” (actuar según lo que piensa que debe hacerse o Dios le pide, sin mirar las consecuencias); dos opciones que, en su opinión, son irreconciliables.

     Pero Spaemann observa que así se pasa por alto un hecho fundamental: que han existido políticos que han sido santos o santos que han sido políticos, y buenos políticos, con éxito; pues ambas cosas no están reñidas (cf. Ética: Cuestiones fundamentales, cap. V).

      Vale la pena preguntarse en qué consiste la santidad y cómo sería posible alcanzarla no a pesar de la política, sino “también” siendo político.


La llamada universal a la santidad

      Todas las personas están llamadas a la santidad. De un modo más concreto, todos los bautizados. Lo ha recordado Benedicto XVI con ocasión de la fiesta de todos los santos: “Todos los estados de vida, de hecho, se pueden convertir, con la acción de la gracia y con el compromiso y la perseverancia de cada uno, en vías de santificación” (Angelus, 1-XI-2011). La Iglesia, añadía, es la llamada concreta de todos los bautizados a la “comunión de los santos”, por el Bautismo; para ello hemos de superar la fragilidad y vencer el pecado. La santidad, es pues, la meta. Pero ¿cuándo y cómo se logra? ¿Y qué relación tiene con las actividades ordinarias de la vida? ¿Hay que dejar aparte las cosas que amamos para buscar la santidad?

     La meta de la santidad sólo se alcanza definitivamente en el Cielo. Tal es la gran esperanza cristiana, única que da sentido a la muerte. Todos buscamos que perviva lo bello y grande que hayamos podido realizar. Dice el Papa: “Sobre todo, sentimos que el amor reclama y pide eternidad, y no es posible que sea destruido por la muerte en un solo momento” (Audiencia general, 2-XI-2011). Ni el hombre ni la muerte ni el amor pueden afrontarse con puros métodos “científicos” o experimentales, pues la dimensión del Amor de Dios trasciende el espacio y el tiempo. Según la fe cristiana, la vida en unión con Cristo y la fe en Él, por decirlo en una palabra, la santidad (que se incoa en esta vida), es la garantía de Vida eterna.


La santidad lleva a trabajar por el futuro y la esperanza

     Pues bien, la fe cristiana y la santidad no nos apartan del interés por todo lo que es bueno para el hombre y el trabajo en la tierra para incrementarlo, ni hacen inútiles nuestras esperanzas de alcanzarlo y transmitirlo. Señala Benedicto XVI: “La fe en la vida eterna da al cristiano el valor para amar aún más intensamente esta tierra nuestra y trabajar para construirle un futuro, para darle una esperanza verdadera y segura” (Ibid). Esto nos interesa para nuestro tema. Trabajar por el futuro y la esperanza, ¿no es lo que, con vistas al bien común, deben hacer los políticos?

     Los últimos domingos del año litúrgico han sido ocasión para volver a subrayar que el amor es el camino y la puerta del Cielo (cf. Mt 25, 34-36). Por una parte, el amor y las obras de misericordia son el “aceite” para encender la lámpara que conduce al Reino de Dios (cf. Mt 25, 1-13). El amor, observa el Papa, “no se puede comprar, pero se recibe como regalo, se conserva en la intimidad y se practica en las obras”. Por eso “quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara con la que atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida” (Angelus, 6-XI-2011)

     De otro lado, el amor es también el “talento” (cf. Mt 25, 14-30) más importante que Dios nos ha concedido, para hacerlo fructificar durante nuestra vida. “La caridad es el bien fundamental que nadie puede dejar de hacer fructificar y sin el cual todo otro don es vano (cf. 1 Co 13, 3)” (Angelus, 13-XI-2011).


La política, tarea impulsada por la justicia y el amor

      ¿Qué decir, en este marco, acerca de la tarea política? ¿Será un lugar donde la fe hay que dejarla fuera o no tiene consecuencias? ¿Será una actividad donde la luz no ilumina o el amor no da fruto?

     A finales de 2002 la Congregación de la Fe publicó un documento sobre los católicos y la vida política, donde se decía que los cristianos laicos no pueden abdicar de su participación en la política, entendida como “la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”. La encíclica Caritas in veritate afirma que todas las personas tienen la vocación de comprometerse a favor de la verdad y el amor, y, por tanto, de trabajar por el desarrollo integral de los demás.

      Ciertamente, no todos lo harán como trabajo profesional. Los políticos de profesión, a la luz de los principios expuestos, han de tener una conciencia viva de que su tarea debe ser impulsada por la justicia y el amor. Laicismo intolerante sería negar a los cristianos la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, entre ellas las que corresponden a la ética natural.

     La política, como todas las tareas de esta vida, necesita del amor. La justicia sola, aún siendo imprescindible, no basta para hacer “justicia total” a la realidad del hombre y del mundo. La propuesta cristiana se centra en el amor, como gran “secreto” para llegar a la santidad y servir máximamente a Dios y a los demás. Esto es posible en todas las condiciones, situaciones y trabajos de la vida. También en la política.



(publicado en www.religionconfidencial.com, 16-XI-2011)

domingo, 13 de noviembre de 2011

El valor de la virtud

Marc Chagall, El cielo azul de París (1964)


En la actual situación de “urgencia educativa” cabe redescubrir las virtudes. Esta palabra se refiere no a cualesquiera “valores” personales, sino a cualidades que se consideran buenas en las personas, y que poseen como hábitos de obrar bien, conformes a la razón natural. Según Platón las virtudes tienen que ver con la vida plena, con la libertad y con la belleza, pues para los griegos lo bello era equivalente a lo valioso.

     Romano Guardini publicó en 1963 un libro sobre las virtudes como formas de la vida ética. Ahí explica cómo las virtudes suponen una personalización de los valores, y en cada una de ellas sigue predominando ese determinado valor. En cada virtud se expresa el hombre entero. Y esto acontece tanto en la historia de la vida personal como en la evolución de un pueblo o de un país, donde a veces varían las virtudes que determinan la actitud moral. 


     Más allá de la resonancia un tanto extraña y antipática, antigua y moralizadora que con frecuencia reviste modernamente el término “virtud”, Guardini ha hecho mucho, y conviene conocerlo, para restablecer su significado vivo y positivo.

 

¿Qué significa virtud?

     Ante todo, ¿qué significado concreto tiene decir que alguien posee una virtud? Responde Guardini que las virtudes favorecen la alegría y enriquecen la personalidad y la vida entera de quien las posee. Por ejemplo, la virtud del orden lleva al dominio de sí mismo, no como un yugo pesado, sino al contrario: como una liberación de las mejores energías de la persona, y por tanto a una adecuada actitud en la relación con las personas y las cosas.

      Señala Guardini que hay dos modos en que una virtud se puede desarrollar: de modo innato o como un proceso consciente y esforzado. Hay personas que tienden como naturalmente al orden. A otros les sucede lo contrario; incluso el orden les resulta agobiante, y tienden a pensar que la libertad consiste en hacer aquello a lo que están inclinados.

      Los primeros tendrán que vigilar para que esa tendencia se traduzca en claridad y belleza en su vida, y no les vuelva estrechos, duros o pedantes. Los segundos deberían caer en la cuenta de que el orden es un valor indispensable, personal y socialmente; deberían luchar por conquistarlo, aunque les cueste quizá toda su vida.

      “Ambas formas de virtud son buenas, ambas necesarias”, dice Guardini. Y entiende que sería un error pensar que sólo es virtud la que surge con naturalidad, así como es un error pensar que sólo es moral lo que se logra con esfuerzo. 



Virtud y sufrimiento

      Continúa el ilustre pensador italo-alemán, las virtudes se pueden deformar o pueden enfermar. El orden, lo hemos visto ya, puede hacerse rígido hasta el punto de no valorar la libertad o la creatividad; puede convertirse en una constricción que hace daño. La virtud puede enfermar haciendo también sufrir a esa persona y a los demás. En el caso del orden, pueden generarse obsesiones o angustias.

     De otro lado, puede suceder que el virtuoso sufra más que otros, no porque su virtud enferme, sino porque le hace más sensible que otros en determinados aspectos de la vida.

     Así, la persona ordenada se da cuenta del peligro y la amenaza misteriosa que puede esconderse en el desorden, tanto en el mundo, como en el propio espíritu, como también en las relaciones humanas en el trabajo y en el Estado.

      En todo caso, Guardini, que escribe en la perspectiva de una ética transcendente o abierta a Dios, dice que las virtudes deben ser realmente humanas y razonables. “El hombre ha de seguir conservando el dominio sobre su virtud para alcanzar la libertad de la imagen y semejanza de Dios”. 



Virtud y transcendencia
 

     Por último, señala que la virtud tiene que ver con la transcendencia: “Se eleva hasta Dios, o mejor dicho, desciende de Él”. Para Platón, de la bondad eterna de Dios (que es el agathón, lo bueno) desciende la iluminación moral al espíritu del hombre según los diversos caracteres. Pues bien, dice nuestro autor, “en la fe cristiana llega a su plenitud ese reconocimiento”.

     Respecto a la virtud del orden, Guardini evoca la imagen misteriosa de la ciudad santa que desciende de Dios a los hombres, como síntesis del orden (cf. Ap. 21, 10). A la luz del cristianismo, señala tres modos de entender la relación entre el orden y Dios.

     Primero, al ser Dios el Creador y Señor, distinto del mundo, el hombre le debe obediencia; sin este orden, el caos prevalece sobre todo intento de bienestar y cultura.

     Segundo: el orden pide que toda injusticia sea reparada (podría recordarse aquí la encíclica de Benedicto XVI, Spe salvi, nn. 41-48); es un espejismo pensar que la injusticia se disuelve por sí misma, pues permanece en el contexto vital de los que la cometen y padecen, en el influjo y consecuencias que tiene en la historia; y, finalmente, Dios se ocupará de que sea reparada al final de los tiempos.

      Tercero, por tanto, la historia pide que se rindan cuentas, no a la opinión pública ni a la ciencia, ni a la historia misma (que mantiene escondidas o falseadas tantas cosas), sino en el juicio ante Dios. 


* * *

     Cabría añadir a estas observaciones de Guardini otras dos, hoy particularmente necesarias. 



Virtud, vida lograda y alegría

     En primer lugar, que siempre vale la pena buscar la virtud. El motivo es que, cuando es sana y auténtica, lleva a la vida plena y por tanto a la alegría, aunque esta alegría no esté libre de cierto sufrimiento. Las virtudes son condición para una vida lograda, también en relación con la familia (escuela de virtudes) y el trabajo, y para una verdadera transformación de la sociedad.

      En segundo término, que las personas que no tienen valores o virtudes sufren mucho o quizá más que los virtuosos, precisamente por carecer de virtudes. 



Virtud y razón; verdad, bien y belleza

      Las virtudes son un camino de “diálogo educativo” entre la fe y la razón. En una de sus audiencias generales dijo Benedicto XVI: “La práctica de la virtud consiste en actuar de conformidad con la recta razón, en la búsqueda de todo lo que es verdadero, bueno y hermoso” (5-IX-2007). El Papa ha citado a San Gregorio de Nisa cuando dice que Cristo es el modelo y maestro que nos permite ver la imagen de Dios. Cada uno es el pintor de su propia vida y las virtudes son las pinturas de las que se sirve (cf. De perfectione christiana: PG 46, 272 b). 



Virtud y santidad

      Para declarar que alguien ha llegado a la santidad, la Iglesia pone como condición el que haya practicado “virtudes heroicas”. Pero atención a lo señalado por Joseph Ratzinger: “Virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. (…) La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz” (Intervención con motivo de la canonización de Josemaría Escrivá, publicada en el “Osservatore Romano”, 6-X-2002). 


      En definitiva, las virtudes, como “formas de estar el hombre en el bien” (Guardini), son claves para comprender a las personas, y, en la educación cabe partir de sus dones naturales para lograr otras virtudes. Constituyen así, ciertamente, horizontes educativos de una existencia mejor, vivida y comprendida como una tarea, en la que se juega su propio sentido. 



(Publicado en www.analisisdigital.com, 13-XI-2011)

sábado, 5 de noviembre de 2011

El amor, clave cristiana de la ética

Giotto, El lavatorio de los pies (1303-1305)
Padua, Capilla de los Scrovegni


El cristianismo no es, no debe ser, un moralismo; es decir: una exaltación desmedida de los valores morales, que conduciría a una vida centrada en el “cumplimiento” de unas reglas o un código moral.
            Esto lo explicó Benedicto XVI en su visita al Seminario de Roma, el 12 de febrero de 2010, en una meditación sobre el capítulo 15 del evangelio de San Juan.


Cristo y la ética
           
            La Iglesia es la viña que Dios ha plantado –ya en el Antiguo Testamento, al elegir al Pueblo de Israel– y esperaba de ella muchos frutos. Ahora la viña es la Iglesia y por eso hemos de “permanecer” en Cristo (Él es la vid y nosotros los sarmientos, cf. Jn cap. 15), especialmente por medio de la Eucaristía. En ella encontramos y nos unimos a esta “gran historia de amor, que es la verdadera felicidad”. 
            Como consecuencia de ese “permanecer” con Cristo –el nivel que el Papa llama “ontológico”, es decir, perteneciente al ser– vienen otras palabras –que expresan el nivel del obrar–: “Guardad mis mandamientos”.
            Por tanto, es la unión con Cristo la que procura el fruto anticipado de nuestro amor; no somos nosotros los importantes –nuestras obras y nuestras valoraciones–, sino que lo más importante es ese darse de Dios mismo, que precede a nuestro obrar:
            “No somos nosotros los que hemos de producir el gran fruto; el cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros los que debemos hacer cuanto Dios espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en ese misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amar, precede a nuestro obrar, y, en el contexto de su Cuerpo, en el contexto de su estar con Él, identificados con él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros obrar con Él”.


La Iglesia y la ética

            He aquí los fundamentos de la ética cristiana, o, podría decirse también, las claves cristianas de la ética.  Puesto que “la ética es consecuencia del ser”–explicaba Benedicto XVI–, “primero el Señor nos da un nuevo ser, este es el gran don; el ser precede al actuar y a este ser sigue luego el actuar, como una realidad orgánica, para que lo que somos podamos serlo también en nuestra actividad”.
            En efecto, ese nuevo ser es el gran don que formamos en unión con Cristo. Y de este ser procede el actuar conforme a lo que se es: un cuerpo vivo y orgánico. El cristiano actúa no como quien obedece a una ley externa que otro le impone; sino que desde el amor saca gustosamente lo mejor de sí mismo, dando así sentido pleno a su existencia.
            Estamos, por tanto, en las antípodas de una ética moralista, que conduce a una vida centrada en el “cumplimiento” de unas reglas o un código moral impuesto desde fuera a la persona.  Un moralismo que, al ser artificial, no hace mejor a la persona ni la dirige hacia el amor, como tampoco la aparta de las tentaciones del individualismo y la violencia.
            Se entiende que añadiera el Papa: “Y así damos gracias al Señor porque nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que está frente a nosotros, sino que debemos sólo obrar según nuestra nueva identidad”. No se trata de la obediencia a algo exterior, “sino de una realización del don del nuevo ser”, que es este amor de Dios en Cristo que nos constituye en su Cuerpo místico.
A todo ello le sigue este mandamiento nuevo: “Amaos como yo os he amado” (Jn 13, 34). No hay amor más grande que este “dar la vida por los propios amigos” (Jn 15, 13).        
¿Pero qué quiere decir esto exactamente?, se preguntaba Benedicto XVI. Tampoco aquí se trata –dice por tercera vez– de un moralismo. Y lo explica por pasos.
Una posible interpretación, argumenta, sería en primer lugar: “No es un mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo existe ya en el Antiguo Testamento”. Otra posición de algunos: “Ese amor queda radicalizado; este amor al otro debe imitar al de Cristo, que se ha dado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don de sí mismos”. “En este caso –replica–, sin embargo, el cristianismo sería un moralismo heroico”.
Y llega a la conclusión de su razonamiento, que vuelve a descubrir la ética del nuevo ser que constituye al cristiano en el “nosotros” de Cristo:
“Es verdad que debemos llegar hasta esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también es cierto que la verdadera novedad no es –insiste– lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es cuanto Él ha hecho: el Señor se nos dado Él mismo, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser miembros en su cuerpo, ser sarmientos de la vida que es Él. Por tanto, la novedad es el don, el gran don, y desde ese don, desde esa novedad del don, se sigue también, como he dicho, el nuevo obrar”.
Para dar con la raíz de la “novedad cristiana”, Benedicto XVI acudió al pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Éste afirma, con respecto al cristianismo, que “la nueva ley es la gracia del Espíritu Santo” (Suma teológica, I-II, q. 106, a. 1). E interpreta el Papa: “La nueva ley no es un mandamiento más difícil que los otros: la nueva ley es un don, la nueva ley es la presencia del Espíritu Santo que se nos da en el Sacramento del Bautismo, en la Confirmación, y se nos da cada día en la Santísima Eucaristía”.


El Espíritu Santo y la ética

Con la clave de ese don del amor, que es el Espíritu Santo –principio de unidad y vida de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo–, interpretaba Benedicto XVI también las palabras del Señor: “’Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo. Yo os he llamado amigos porque todo lo que he oído del Padre os lo he dado a conocer’. Ya no somos siervos ­–observaba el Papa– que obedecen al mandato, sino amigos que conocen, que están unidos en la misma voluntad, en el mismo amor”.
Al final de su intervención expresó que forma parte de la novedad cristiana también el hecho de que el Espíritu Santo se nos dé –junto con los sacramentos– como fruto principal de la oración, para que “podamos responder a las exigencias de la vida y ayudar a los otros en sus sufrimientos”.
Este argumento lo recoge también Benedicto XVI en el segundo volumen de su libro Jesús de Nazaret, cuando dice que “amaos los unos a los otros como yo os he amado” no significa simplemente “amar hasta estar dispuestos a sacrificar la propia vida por el otro” (p. 81). La verdadera novedad se refiere “al nuevo fundamento del ser que se nos ha dado”. Con otras palabras: “La novedad solamente puede venir del don de la comunión con Cristo, del vivir en Él” (p. 82).
En otros términos, sólo quien está unido a Cristo, y por tanto a todos los que están unidos con Él por el Espíritu Santo, puede amar “como” Cristo. No se trata de seguir su ejemplo (cf. Jn 13, 15) desde fuera, sino de ver la realidad con su misma mirada, querer con su misma voluntad, sentir con su mismo corazón. Entrar, para vivirla, en su misma Vida, que es vida de cada uno compartida con Cristo y, en Cristo, con los demás. Y sin que nada de eso nos quite de ser “nosotros mismos”; sino que, al contrario, eso es lo que nos hace descubrir nuestro verdero proyecto, nuestra verdadera felicidad.


La Eucaristía y la ética

Así es. Cristo se nos da sobre todo en la Eucaristía, que es la unión con Él y todos los que están con Él. Si soy cristiano y trato de vivir como tal, mi acción es fruto de mi amor, no de unas normas impuestas desde fuera. Pero ese amor no será un amor individualista, sino un amor abierto a Dios y a los demás en la manera más personal y total posible, que será integrado en “nuestro” amor. De ahí surge la verdadera pureza del corazón.
 Por eso el “mandamiento nuevo” sólo puede ser entendido y vivido “en” la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, semilla de fraternidad universal. Por eso la vida cristiana no es algo individualista. También por eso la acción de la Iglesia no se entiende si se enfoca como el resultado de un activismo puramente sociológico. Y, en último término, por eso la acción humana, a través de la que el hombre se autorrealiza, encuentra su plenitud, su explicación y su orientación más plena y profunda en el cristianismo.
Desde aquí se ilumina el por qué se insiste, en la formación cristiana, en la prioridad de los sacramentos –sobre todo la Eucaristía y la Penitencia– y la oración. La respuesta es: porque es el Espíritu Santo, y no nuestras obras o realizaciones, el gran don que hace posible tanto la vida cristiana (que a veces se denomina por eso “vida espiritual”), como la misión y la acción de la Iglesia. Es el don del amor, que se convierte también en tarea nuestra, lo que nos da la unidad, la vida y la eficacia.


Consecuencias para la formación: autenticidad de lo cristiano

A veces se oye decir: no basta la santidad personal, no basta la oración o la educación en las virtudes, no bastan los sacramentos, sino que hay que transformar las estructuras sociales, hay que cambiar el mundo. Se esconde ahí un error. La santidad personal, la oración y las virtudes, los sacramentos, cuando se viven auténticamente, impulsan siempre a transformar, primero, el propio corazón; y, desde ahí, las estructuras sociales injustas y todo lo que en el mundo pueda y deba ser cambiado.
Y de esta manera, que sería inalcanzable por las meras fuerzas naturales e inasequible por la pura razón, el cristianismo “realmente vivido” muestra que la clave de la ética es el amor. Todo lo que va en esa dirección –la apertura a Dios y el encuentro con los demás– es garantía de humanidad verdadera.  



                      

Una primera versión de este texto fue publicada en www.zenit.org, 20-II-2010,
con el título "El cristianismo no es un moralismo"